Si en esta vida llegan a escuchar «que Dios les bendiga» en boca de alguien que se niega a soltar el timón, creo que pueden darse por satisfechos. Un capitán que se hunde con su barco es menos común que un pingüino en el desierto. Y si además éstas no son las últimas palabras que oyes, o sí, da igual; si tienes la buena suerte, o la mala, de recalar en una isla a todas luces desierta; con la fortuna, o no tanto, de llevar contigo un kit de emergencia tecnológica que incluye móvil con carcasa sumergible y cargador manual de manivela… Si esto es así, digo, puedes sentirte un auténtico superviviente aunque sea por un rato.
Pero no se engañen, la supervivencia nada tiene que ver con el honor de un oficial que reparte salvavidas y se niega a acompañarte bajo el cocotero, ni con las corrientes favorables que te dejan plácidamente en la playa en lugar de acercarte a la espiral de la muerte, ni siquiera con la posibilidad de ser el primer náufrago de la historia con señal gps, capaz de saber con exactitud en qué lugar del puto planeta se encuentra.
La supervivencia es todo lo contrario. Estar vivo no es saber dónde estás sino que otros lo sepan por ti. De nada sirve una excelente señal del satélite teniendo una nula cobertura de telefonía. Pero claro, tampoco se trata de ir llenándolo todo de antenas y degradar ecosistemas tan frágiles como las islas desiertas que no aparecen en google maps.
Les cuento esto porque me da en la nariz que no hemos avanzado mucho en la condición de náufragos. Vale que me entretengo con el móvil, que hago chozas perfectas con mi aplicación de Robinson Crusoe, que incluso enciendo fuego pulsando tres veces consecutivas el número 2, que grabo mi propia voz y la escucho de madrugada cuando no puedo pegar ojo por los vientos huracanados; que programo el despertador a cualquier hora sólo por el gusto de apagarlo. Etcétera. Pero no, no hemos avanzado demasiado.
Ni siquiera sobrevivo en un isla tropical como todo náufrago que se precie. Paso más frío que un mono y sólo entro en calor dándole a la manivela del cargador de manivela y a la manivela en sentido figurado, valga la redundancia. Me escondo en una cueva húmeda y llena de helechos. Tampoco llegan a mi isla restos de otro naufragio que puedan servir para algo. A falta de papel y botella, escribo esta carta en el más típico editor de textos. Les dejo el móvil a buen recaudo en esta misma cueva con la esperanza de que un técnico sea capaz de resucitarlo pasados los años -¿siglos?. Además de los archivos de audio, que son un claro exponente de la locura humana en soledad, no se pierdan mi archivo fotográfico y algún pequeño clip de vídeo.
Supongo que mis selfies saciaran al más morboso, sino es así les ruego profundicen en el álbum «excentricidades de un náufrago con mucho pelo». Eso sí, quiero que los beneficios de mi obra se destinen a la investigación: al desarrollo de una aplicación que hable sin parar sobre cualquier cosa. No hace falta que tenga una voz empalagosa, ni que se extienda en preguntas innecesarias del tipo qué has hecho hoy, cómo te sientes, etcétera. También estaría bien que tuviese cierta autoridad y mando, sobre todo para mandar guardar silencio cuando al náufrago en cuestión se le vaya la chota.
Denme cristiana sepultura y que Dios les bendiga a todos.