Les diré lo que ustedes quieran

Cualquiera puede despertarse siendo un papagayo. Lo dicta la naturaleza: ahora eres hombre, ahora un monstruoso insecto, ahora un papagayo que no deja de sacudir la cabeza ante el espejo y que al rato, atraído por los objetos brillantes, echa a volar desde la ventana.

Soy un papagayo de casi dos metros de altura y creo que nunca más recitaré poesía, ni contaré secretos que no me confiesen, ni evocaré recuerdos que no me refresquen antes, y por tanto nunca diré qué es lo que me ha sucedido a no ser que alguien se dé cuenta de ello. Quiero hablar después de los demás, repetir sus palabras sin pararme a pensar. Sólo así seré libre y, por extensión, me volveré mucho menos trágico.

Por ahí viene un hombre alegre, se le nota al andar. Hasta ha salido el sol. Siento que el instinto me vuelve cautivo, eriza mi cresta y hace centellear mis ojillos. Quiero darle la patita, subirme a su hombro, hacerle cosquillas en la oreja y pedirle unas pipas.

Pero por qué me mira así si sólo estoy entusiasmado, no me pavoneo. ¡Oh no! No corra. Nada de gritos, por favor. No me obligué a repetirlo:

¡DIOS MÍO! ¡ES UN MONSTRUO! ¡AGHHHH!
………..

No hay nada más hermoso que sobrevolar el campo en primavera, pero esa multitud lo afea demasiado. Se ha corrido la voz y han formado una cuadrilla para abatirme. Ya suenan de nuevo los malditos disparos y si no lo remedio volverán a cortarme las alas.

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