Fidel se había afeitado la barba. Mejor dicho: se la habían afeitado con la disculpa de hacerle una intervención maxilar -que no militar. Estaba dormido de esa guisa, lleno de marcas rosáceas en la cara, transmitiendo la misma sensación que un puercoespín aplastado en la carretera. Balbuceaba palabras inconexas y terminó por abrir los ojos en busca de un alivio. Pero la visión de aquel flequillo batiente -con el aspecto de un nido de pájaro estrangulado- le obligó a pedir oxígeno de inmediato: ¡SOS! Una nube de médicos corrió entonces en busca de aire. Había en los aspavientos de Fidel un tono de farsa inequívoco, como, digamos, un pez que se ahoga bajo el agua. A pesar de todo se puso la mascarilla cuando llegó el oxígeno, justo después de mandar a todos a tomar polculo con un hilillo de voz. Incluso me miró a mí de soslayo y con desprecio, con esos ojos de los que era imposible huir y que venían a decirte: mucha coba pero no vendrás a mi funeral, baboso.
— Querido amigo -le espetó al rato Donald con su habitual franqueza-, como presidente electo vengo a anunciarte que pasarás a mejor vida dentro de 15 días.
— Que nadie se engañe –advirtió Fidel como si se dirigiera a un auditorio-, he luchado con todas mis fuerzas para que sean tuyas la libertad y la felicidad, pero no pretendo vivir cien años.
A continuación apretó la mano de Donald tanto como le fue posible, simulando su falta de aliento, obviando el hecho de que ya no llevase su barba magnífica (esa que todo el mundo se dejó igualita a la de él, antes de empezar a hablar como él, caminar como él…), y le susurró unas palabras que no pude escuchar. Después se encasquetó de nuevo la mascarilla, de la misma forma que alguien que la necesitase de veras: así hacen en el reino animal para alejar a los depredadores, algunos apestan como un bicho muerto y podrido, otros, como los sapos, son capaces de explotar.
El caso es que Donald parecía debatirse con las últimas palabras de Fidel; mostró un gesto preocupado hasta que su cara tremenda y anglosajona pareció darse cuenta de algo importante. Se ruborizó entonces como si esto fuese posible en una piel tan maquillada.
— Tiene sentido -dijo finalmente-, nunca he visto una persona flaca bebiendo Coca-Cola light.
JA. JA. El asunto tenía gracia, al parecer. JA. JA. Fidel se tronchaba a cuenta gotas. Donald lo imitó y le puso más ritmo: Ja, ja, ja, jua, ja, JUA, ja-jua-ja, JUA, Ja, ja-ja-ja. Una risotada frenética que generó un bucle temporal. JA. JA y ja-jua-ja. Por un momento retrocedí en mi sueño buscando el sentido que Donald atribuía a las palabras de Fidel. Puse la oreja para tratar de escuchar lo que antes me había perdido. Fidel balbuceaba, yo trataba de leerle los labios. Nada. El tiempo se precipitó allá dentro. JA. Un timelapse frenético en el que Donald no dejaba de reírse-atusarse el flequillo ante los espasmos de Fidel. JA. La luna reflejándose en los cristales. El sol. La luna otra vez. Ja, jua-ja-ja-ja.
Al final murió, o eso creo. El desenlace fue tan rápido que no sabría decir si fingió en el último suspiro. Le quitaron la mascarilla y lo sacaron de la habitación en una décima de segundo. Se hizo de día, de noche, de día… Donald se ajustó la corbata y los gemelos, se subió los calcetines, paseó inquieto tragando saliva con una sonrisa prestada, como si hubiese sido testigo -o artífice- de un crimen. De noche, de día, de noche. Pudo haber pasado una semana o un año entero. Donald, que hasta entonces no se había fijado en mí, me halagó con pragmatismo yanqui:
— Es usted un hombre muy inteligente, al menos tanto como yo, y creo que podremos hacer muy buenas cosas juntos, orden mundial incluido -me soltó antes de encenderse un Cohiba Selecto.
Salimos a la calle cogidos de la mano. Los niños disparaban sus pistolas de restallones y varias mulatas lanzaban pétalos de rosa a nuestro paso.
— Ahora sí vas a conocer Cuba -me dijo Donald antes de darme un morreo y palmearme el culo.
Apenas pude resistirme y terminé por darle las gracias.