Nunca Jamás

En memoria de Valentín Palacio Fernández, un hombre más valiente que su nombre.

Cayó en mis manos hace tiempo un librín maravilloso; o mejor, un librín triste que sólo tenía de maravilloso su capacidad para seguir asombrándome ante el absurdo. En tiempos de propaganda bélica se echa en falta la verdad, y las historias de vida de nuestros abuelos son muy válidas para acercarse a ella.

A pesar de que hacía tiempo que lo tenía en mi poder, sólo leí el librín en cuestión hace unos días, quizás influenciado por estos momentos de amenazas mundiales y globalizaciones mil. Le quité el polvo y vi su título en mayúsculas: NUNCA JAMAS. Como tiene pocas páginas y mucho que contar lo devoré de una tirada. Se trata de la crónica más real de lo que ocurrió en aquella guerra civil, también de lo que ocurre ahora en otras y de lo que se presume seguirá ocurriendo. La historia la cuenta un abuelo fallecido recientemente, un hombre que no pudo esquivar la represión y que terminó sufriendo años de cárcel franquista, ya avanzado el régimen. Cuando tuvo tiempo para pararse a pensar y escarbar en los archivos empezó a dar detalles de los fusilamientos “oficiales” y de los crímenes envidiosos entre vecinos que conoció siendo un chaval de 16 años. Un total de 130 víctimas directas de la guerra en su Valdesoto natal, o lo que es lo mismo, 97 familias enterrando a sus muertos en un solo término municipal.

Valentín Palacio Fernández es el autor de este testimonio. Emplea un lenguaje directo, de palabras justas pero muy ricas en vivencias. Enumera nombres y apellidos de los muertos, sus motes, su edad,los hijos que dejaron, la aldea en la que vivían, la total falta de vinculación política en muchos casos y la corta edad de demasiados.

En Valdesoto, la sublevación del ejército nacional se aventuraba tranquila y sin demasiados sobresaltos. Sin embargo, la muerte de un alférez fue el detonante de algo bien distinto. Sucedió en 1938, cuando este militar partió del cuartel sin compañía de nadie con intención de cazar en los montes de Valdesoto. Aparecería muerto ese mismo día, con un golpe en la cabeza y, aunque nunca se supo la causa real de su muerte, se fusiló sin juicio previo a los sospechosos, que en este caso fueron todoslos habitantes de la aldea más cercana, en concreto dos familias íntegras, la de “los Bullarungos” y la de “los Garabuyos”, sin distinción de sexos o edades. No teniendo bastante, los militares dijeron después que en realidad había muerto gracias a un golpe de hacha propinado por una señora que, por lo visto, le tenía tirria y lo vio por las inmediaciones el día de autos. El alférez nunca soñó venganza semejante por parte de sus compañeros. La mujer del hacha también fue asesinada, y el arma en cuestión expuesta junto al féretro el día del funeral del alférez. La mujer, la muy bruja, pariente de tal y cual, pensaron entonces algunos vecinos, fue la culpable de la muerte injusta de Bullarungos y Garabuyos: los suyos también tendrán que pagar. El odio entre vecinos fue creciendo, auspiciado por una propaganda grotesca que exponía hachas en los velatorios. Posteriormente, para que las muertes en sí no surtieran efecto social alguno, los militares enterraban a los muertos de Valdesoto de noche, de forma clandestina, y así se evitaba que la gente acudiese al entierro en masa y naciese allí el germen de alguna conspiración. Años después, cuando todo estaba controlado, los entierros se hicieron a la luz del sol, los amigos de los muertos ya no se atrevían a ir a los funerales para no desvelar su amistad por el difunto y los sepelios sólo tuvieron testigos militares.

Cuenta también Valentín la historia de “Benino”, el de Faes, jovencísimo ex-miliciano del Batallón “Mártires de Carbayín”, al que cierto día, al pasar por el andén del pueblo vecino de Bendición, le dieron el alto no creyéndose que aún anduviera libre con su historial. Lo encomendaron al Cuartel de la Falange y allí, tras los interrogatorios oportunos, se le instó a que al día siguiente entregase su arma. Como no la tenía hubo de ir dos o tres días más al Cuartel con las manos vacías; se personaba allí y recibía más amenazas para que dejara su arma sobre la mesa. Al final un familiar suyo compró una pistola a un falangista y se la dio a Benino, con lo que expió su culpa momentáneamente. Al poco tiempo fue obligado a alistarse en el ejército que había matado a los de su bando, y murió por enfermedad meses después de que una bala “amiga” se alojase en uno de sus riñones.

Los sucesos de Valdesoto lo resumen todo a la perfección. El hacha de la mujer que se exponía junto al alférez muerto es en nuestra versión contemporánea la imagen de las Torres Gemelas derrumbándose, un icono que le viene bien a los Halcones de la Guerra para generar más odio. En el nombre del hacha se seguirá matando, aunque el hacha no demuestre ya nada a estas alturas. En nombre de no se sabe muy bien qué, renunciando a la búsqueda de pruebas fehacientes, se asesinan familias enteras y luego se enseña el hacha de guerra como si sirviese para justificarlo todo. La bala en el riñón de Benino sí es, al contrario que el hacha, una prueba verdadera de la guerra. Es la bala que camina junto a todos, de la que nadie está libre aunque no se quiera participar en absoluto o se hallan abandonado las armas.

Por último, cuenta Valentín Palacio la historia del Comandante Caballero, un hombre que en principio es leal a la República y que acude el 19 de julio de 1936, domingo, al Cuartel Santa Clara, en el centro de Oviedo, para dar armas a los republicanos que allí se concentraban con las manos abiertas esperando las escopetas para defender la causa de la República ante los militares sublevados. Caballero, que hacía muy poco honor al nombre, manda disparar desde los balcones contra todos losque se concentran en la plaza del cuartel. La traición suma entonces 25 civiles muertos según cálculos de los militares.

Así es la guerra, desarmar al contrario es fundamental si se quiere ganar. No teniendo pistola es mejor ponerse a rezar… aunque teniéndola también, como hemos visto en la historia de Benino. No hay solución. Una guerra es una encerrona en la que todo el mundo paga el pato.

Hoy en día los partes de guerra ya no entretienen a casi nadie, asquean, el dinero de las cadenas televisivas y la publicidad que genera, el comercio de los vencedores actuales se volverá, como siempre, tan puerco que nadie querrá tocarlo. Vencer sólo es una coyuntura que ni es buena ni mala, es una situación tan frágil como un jarrón de porcelana, que se rompe con facilidad bajo nuevas coyunturas y un odio que no deja de crecer. Un rencor que es muy difícil de acotar y de controlar con más armamento.

Es necesario seguir hablando de cientos y cientos de miles de muertos, de generaciones perdidas, de abuelos muertos precozmente, de nietos sin abuelos, hijos sin padres, madres sin hijos… es un camino sin retorno del que yo también digo Nunca Jamás.

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