La maldición del traje

Por algún motivo el carnaval era la fecha exacta, el momento programado, el fin de una era. Se acercaba sin remedio la música de la charanga. No hacía nada de frío. Todo el mundo cantaba en las calles con alboroto y premeditación. La noche ya era, por fin, carnaval.

El inicio de esta historia, sin embargo, se remonta unos días antes. En concreto, se origina en unos hechos casuales y macabros no aptos para gente sensible y de buenos pensamientos.

Jal, su vecino, se había probado el disfraz de esqueleto delante suyo. Aquella tarde llamó a la puerta insistentemente. Traía unas rosas y quería tomarse una copa. Después de enseñarle qué bien le sentaba la muerte, estuvieron hablando un rato de la vida. Pero de repente Jal se largó sin más. Con las prisas se olvidó el disfraz, aunque no el ramo de rosas. Tropezó repetidamente escalera abajo, arrancó su coche y desapareció calle arriba entre acelerones. Para su desgracia no logró pasar de una curva peligrosa situada tres kilómetros al Este. En el tramo conocido como el Sipasan (Si pasan lo cuentan), Jal dejó su vida cuando pretendía ser puntual con su novia del pueblo de al lado.

El funeral y los días sucesivos fueron tristes. Si bien llegó un momento en el cual nuestro protagonista decidió no sufrir más de lo que exigían las circunstancias de trato. Jal era tan sólo su vecino y el luto debía ser puntual y desapercibido para no levantar sospechas.

Había sido una lástima y a falta de dos días para el carnaval, apenas diez días después del accidente mortal, el heredero del esqueleto se probó su disfraz frente al espejo y le quedaba estupendo. Sólo tendría que hacer unos pequeños ajustes para que no se estirase el body ni anduviese la muerte embutida cual morcilla. Con unos arreglos en el cosido fue suficiente.

Se acercaba la charanga, oía las prisas de todo el mundo, y él aún contemplaba ensimismado el esqueleto que estaba sobre la cama, cargado de mal rollo.

Es el traje exclusivo para alguien que ya está muerto, y lo menos que puede hacer él es respetar las últimas voluntades y dejar a la muerte tranquila, sin carnaval y sin dueño. Pero no. Esto es lo que piensa al final: la vida sigue y no hay misterios sino destinos, y el suyo es enfundarse esa muerte en particular y darse una vuelta para reírse a gusto, que buena falta le hace.

Vestido de tal guisa sale a la calle.

Qué temperatura tan agradable para ser invierno.

La charanga y todo el pueblo se han concentrado ya frente a la orquesta de la Plaza Nueva. Una niña con coletas le coge de la mano y le saca a bailar. Baila con la niña, después con una vaca que quiere dar celos al toro. Durante media hora el juego consiste en abrir paso al esqueleto y tratar de frenar al toro, agarrándole por los cuernos y por el rabo.

En el fondo, la muerte se lo está pasando bastante bien y comienza a tomar copas y a delatar su identidad delante de los conocidos. Uno de ellos le somete a un profundo interrogatorio avanzada la noche. Se trata de un militar cargado de condecoraciones roñosas. Lo canta todo.

Con una única confesión no tiene bastante, y declara también ante un anciano y un cura. Lo explica con detalle: quién es, qué hace allí, dónde ha conseguido el traje… El cura le impone tres padrenuestros de penitencia y un astronauta que pasa por allí le sugiere que ponga los pies en la tierra y que no tome más copas.

Más tarde trata de encontrar condolencias en un borracho mugriento, con botella muy propia en el bolsillo de su chaqueta y unas barbas demenciales. Este también le recomienda que no beba más y que se vaya a la cama, después de escuchar sus confesiones esperpénticas.

De ningún modo hace caso. Sale desafiante de nuevo a la plaza donde mantiene un duelo con un espadachín enmascarado que al final le mata.

Después de esto poco caso más.

Eran aproximadamente las seis y media de la madrugada cuando abandonó la plaza. La charanga yacía en los bancos.

La muerte arrastró su osamenta a los soportales y se dejó caer.

Dormitaba cuando alguien le solmenó. Llevaba su mismo traje de esqueleto y quería hablarle confidencialmente. Aquellos ojos…

“No”, le dijo, “no se lo he contado a nadie”.

A los pocos días el rumor ya había recorrido todo el pueblo. Se repetía en las tabernas, pero también en las casas, en las oficinas… Todo el mundo asegura que está loco y que vive presa de una maldición.

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