¡Guau!

Sonó la campana y el perro, sorprendentemente, no salivó. El hombre encargado de llevarle la comida al animal fue corriendo a contárselo a sus superiores, pero no pudo articular palabra por más que se esforzó. Animados por su silencio, lo sometieron a una estricta vigilancia a través del cristal. Cuando horas más tarde volvió a sonar la campana, el cebador comenzó a babear ante la mirada ávida de sus dueños.

«Si… entonces…», balbuceó con la boca hecha agua antes de quedarse sin habla definitivamente.

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