Corramos un tupido velo

Diré aquí que el gurú Larry Submenuagen encadenaba siempre las primeras sílabas de las palabras para referirse a las cosas. “Mesimal” era lo mismo que “mesientomal”, “Aquenopo” venía a ser “amanecequenoespoco”, etc. Entenderse con él no era una tarea sencilla, pues su lenguaje era sintagmáticamente escaso. También tenía una peculiar manera de entender las matemáticas, el sistema numérico contemporáneo era a sus ojos algo caduco. Lo simple no era un tres, sino un “unomásunomásuno”. A diferencia de las palabras los números no podían resumirse. “Losnunosonco”: “losnúmerosnosoncosas”, repetía. A fuerza de amontonar palabras siempre se vuelve al mismo sitio. Sin embargo, amontonando números no se llega a nada. El cálculo, según sostenía, es una falacia.

A Larry Submenuagen no se le podía preguntar la edad, ni su número de carnet identidad, pues empezaba con su eterno “unomásunomásunomásuno…”, y si la conversación derivaba hacia posturas intelectuales, Larry hacía perder los nervios a cualquiera, personalmente yo los perdía.  “Quihadelafi.Pequihasinenana, polascocladesunprin”, imagínense su retahíla, no terminaba nunca. Ahora bien, Larry Submenuagen era un ser escrupuloso de las puntuaciones, tomaba siempre aire en el lugar que requería el sentido de lo dicho y las pausas eran todo lo frecuentes que dictaba el acópoque y  su ecofonía singular y entrecortada.

A las clases de iniciación acudían cien o más tipos con los labios apretados, gimiendo al unísono, haciendo esfuerzos por componer. Y él, Larry Submenuagen, en su trono académico, ponía el ritmo cardiaco al lenguaje: “Nosésiseneuncon, petosemul”, etc.

No éramos una secta ni nada parecido, sólo personas normales un tanto inquietas por las teorías del significado, simplemente.  Al principio era algo así como “mimamamemima”: sujetos directos, sintagmas asequibles, relaciones espaciales sencillas. Pero claro, el aprendizaje se complicó y no todos fuimos al mismo ritmo. Por más que se empeñaran yo no era capaz de entender algo aparentemente tan común como “almehadiquefu” (alguienmehadichoquefumas). Tendía a confundirlo con “almediodíahadichoquefu”. No, me decían, debes sentir la música del acópoque, está muy claro, yo no he dicho eso he dicho lo otro, fíjate cómo lo profiero. Y volvían a repetirlo “almehadiquefu”, pero nada. El caso es que fui el tonto de la clase.

Pero quiso el destino que nuestro maestro enfermase por aquel entonces y que tan sólo en cuestión de días se encontrase ya postrado en su lecho de muerte. Sorprendentemente me mandó llamar a su presencia; aún hoy sigo sin entender por qué me eligió a mí.

Larry Submenuagen, en su “Ledemu” me contó:

“Lamueresucomuyra”. Insistió varias veces pero yo no lo cogía. Así que se murió así, delante de mí, con un último murmullo incomprensible y premonitorio: “Countuve”.

Cuando el resto de los alumnos supieron que yo había sido la única persona que presenció su muerte depositaron toda su confianza en mí.

Antes de partir  hacia la tierra prometida estuve durante un tiempo dando vueltas al “countuve”, pero seguía sin significar nada. Meses después alumbré una idea genial. Les dije a todos mis discípulos que saludasen cortésmente con una sonrisa y un “countuve” a secas.

Y así fue como fuimos respetados durante nuestro largo éxodo. Aquella palabra fue la llave y sólo con eso bastó.

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