Angelitos

Como camello que es, avanza cientos de metros sin beber ni una gota de agua (tan sólo echa un trago de su petaca de whisky). Tampoco es que camine por el puto desierto de Sonora, pero sin hidratarse puede llegar a ver los mismos espejismos que un mojarra clandestino antes de cruzar la frontera. El alcohol es el que lo vuelve todo real. Como un temporal que arrasa la calma chicha, borrando del mapa mil historias cagonas al atardecer, alguna duna, los chiringuitos, los columpios, la tirolina y los toboganes. Un temporal como una mula al que se le resistió el puñetero fútbol, pues ahí siguen las porterías roñosas clavadas en la arena.

Bota el balón y la cosa se lleva suave por el momento, el sol brilla y calienta la olla poco a poco. Así que el camello se sienta bajo la sombrilla de brezo para fumarse una china. Frente a él, a pocos metros, los niños juegan el partido nerviosos, quizás porque sea la víspera de los Reyes Magos, quizás porque todo bicho viviente ha mutado en algo eléctrico. El caso es que ninguno de ellos le dedica una mirada, ni siquiera una barrida; ni por compasión llegan a verle. Y como no levantan la vista del puto balón no hay manera de hacerles señas para que se acerquen a por los caramelos de su zurrón (porciones de grifa prensada, aceitunas, azúcar, lluvia de estrellas, polvo de ángel, bolas rápidas, diablos rojos, flanes, nieve… ).

Echa otro trago y enciende el peta. Prismáticos en mano, observa por un rato a los surfos y luego pajarea la playa en busca de pardillos. Ese tipo de pingos, un poco más mayorcitos, que sus padres llevan en los asientos de atrás de sus coches con despreciable gesto matamundo, hastiados también de sí mismos por ser hijos de sus padres, haciendo el gesto de degollamiento ante cualquiera que les mire a los ojos durante más de un segundo, pero capaces de otros psicopateos raros, como pedir el aguinaldo (lo tiene visto) o esperar la puta cola para colgar su carta en el árbol de los deseos. Ese tipo de pendejos.

Los pastorcillos siguen marcando goles mientras un chucho merodea las áreas. No sabe si seguir royendo el hueso de mierda o dejarse sobar por ese crío que abandona el bocadillo de salchichón a su suerte cada vez que se ata los cordones. Pero no lo hará. Puede que sea un chucho, pero aún tiene clase. Es portador de un collar de piel Tiffany Blue que ha envejecido bien, fabricado con cuero italiano de la mejor posta y adornado con remaches a lo heavy y una chapita dorada con la inscripción “por favor devolver a…”. Los puntos suspensivos ni los tiene, sólo una mierda de espacio en blanco, como su pedigrí, como su dueño, como su vida perra de perrera en perrera. Puede que sea un chucho, no lo niega, pero no aguanta ese tipo de alimañas gafas y sin escrúpulos que se comen los bocadillos de los pitufos.

La sombra se ha desplazado y estira el brazo para abrir la mochila (zurrón) y pillar su mítica gorra de Cinzano. Se la pone del revés bien ajustada a la testa. Con otro tipo de gorro más navideño (rojo y blanco para más señas) llamaría demasiado la atención. Si su barba blanca estuviese bien limpia y atusada, y con esa panza tan bien rematada, alguien podría pensar que todo es demasiado falso, como si se tratase de una barba postiza, una barriga inflable o un montón de trapos bajo la camisa. Le tiene pasado, y la policía no es tonta aunque su barriga sea de verdad. Por eso no le gusta ir de Santa; es mejor pasar desapercibido como un homeless (mendigo, jincho, jediondo, miserable, muerto de hambre), con la petaca en la mano, sin lucir demasiado los tatuajes y escondiendo la nieve y todas las pingas en un doble cosido de su macuto (mochila, zurrón) mugriento. Se trata de ser buena persona, no sólo de parecerlo ( aunque algunos piensen lo contrario).


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Al final se agenció el bocata de marras. Pero entiéndase bien, su madre le había untado el pan con tulipán y al chico le daba asco. Si echó a correr con su presa entre los dientes fue para dejarles pichanguear a su aire. No huía ni se sentía culpable. Tampoco podía canturrear villancicos porque en su cabeza de chucho sólo resuenan un par de canciones, las que le vienen al pelo cuando necesita respirar, descubrir el aire fresco y decir a la mañana que es libre como el viento. No huía, no, como el sol cuando amanece él era libre, como el mar, como el ave que escapó de su prisión y pudo al fin volar.

Vamos a ver… si se le puede llamar volar a levantarse un metro del suelo de la coz que el camello le metió en el buyas, entonces voló.

Moraleja: el pan estaba duro a pesar de la margarina. Incluso para un animal con su tremenda dentadura.

Duro-blando, sal-sol, sed-hambre, hombre-perro, petaca-bocata, arena- nieve. A veces hay playas que son como Arizona. Espejismos como la vida misma, o al revés. Y tras la tempestad (y en plena Navidad), aullan los chuchos con collares legendarios, los jinchos se comen los almuerzos de los niños y los pardillos, más tarde o más temprano, aparecerán recortando el horizonte en busca de su perdición.

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