Ni un sueño tranquilo

El primer ministro vio a un cortejo de brujos en torno a una olla apestosa y (embriagado por completo) se acercó a por la parte de poción que le correspondía. Después iniciaron una marcha marcial hacia el país en ruinas en el que ya no había hombres que construyesen casas ni hombres que se quedasen sin ellas. En el aire flotaba una quietud infalible y las cosas ya no podían ser más de lo que eran, hasta que un furioso viento, que doblaba los árboles a su paso, pareció allanar el terreno para algo nuevo o interminable.

Frente a las ruinas, el primer ministro se quedó inmóvil, esperando a que cualquier otro diese el paso que (por ser quien era) le hubiese correspondido.

Pero nadie se movió.

«¡Vamos holgazanes, ya vuelven para salvarnos los que nos han traído hasta aquí! », gritó exaltado un tipo musculoso desde un púlpito de escombros.

El primer ministro pensaba de veras que no era una pesadilla que le incumbiese, pero al despertar le dedicó un minuto de su tiempo. Luego hizo como si tal cosa mientras se ajustaba la corbata para la rueda de prensa, repasando mentalmente las verdades que estaba dispuesto a conceder en un día tan señalado como cualquier otro.

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