Tierra gemela

Cuando salí del trabajo me senté en mi viejo Fiat y descubrí que tenía el techo amarillento, la luna delantera grasienta y rayosa, el salpicadero cubierto de polvo… Con el motor al ralentí echaba una humareda negra por el tubo de escape.Un policía se acercó a mí cuando, muy a mi pesar, estaba parado en un semáforo en rojo de la Castellana. “Señor, este vehículo no está para circular”. Yo le señalé la pegatina de la ITV, que estaba en regla, pero él no prestó atención. El muy cretino me hizo pasar un mal rato delante de todo el mundo. Pegó puntapiés en las ruedas para comprobar su estado, me pidió el permiso de circulación, el carné de conducir, el seguro del coche y, finalmente, mi carné de identidad. Tras comprobar que no había nada de interés policial en el maletero y constatar que es difícil llevar carga alguna en él, pues el óxido ha abierto grandes agujeros por los que se ve el suelo de la calle, el policía vuelve su mirada seria hacia mí y me espeta: “Tiene usted que cambiar de coche”. Se fija en mi calzado y en mis pantalones, como dándome a entender que también debería cambiar de vestuario.

Hace semanas que me persigue un sueño repetitivo. Visto ahora resulta una amenaza, puede que un sin sentido, un déjà vu abstracto, una metáfora, un presagio, quizás… no lo sé. En el sueño conduzco sin recalar en el interior del coche, apenas puedo describir qué tipo de volante manejo, de qué color es el salpicadero. El coche lleva una velocidad constante y todo resulta demasiado aburrido hasta que comienzo a darme cuenta de que la luz de los faros se aleja de mi vista. Piso a fondo el acelerador porque pretendo alcanzarla, pero cuanto más acelero más se aleja la luz. Los faros iluminan un tramo de carretera que a mí ya no me sirve de nada, pues apenas veo qué sucede delante mismo de mis narices. Así que empiezo a reducir de marcha y termino por quedarme estacionado en sabe Dios dónde, rodeado de una oscuridad total, mientras las luces de mi coche se van haciendo cada vez más pequeñas allá a lo lejos. Siempre lo mismo, con la salvedad de que mis últimos sueños incluyen la versión de un policía motorista que sale de la nada mascando chicle y se acerca a mi ventanilla con una linterna y sus gafas de espejos, me invita a bajarme del vehículo y logra despertarme con el corazón en un puño en medio de la noche.

Podría seguir entreteniéndome con reflexiones de este tipo pero prefiero ir al grano: he conocido a mi doble. Es cierto. Todo el mundo tiene un doble posible aunque ambos lo desconozcan porque probablemente uno esté acostumbrado a conducir en Toledo y el otro en Melbourne. Mi doble conduce un BMW negro aquí mismo, en Madrid, y hace unos días pasó a mi lado en las inmediaciones de la estación de Atocha. El adelantamiento apenas había supuesto un par de segundos, pero en el aire quedó grabada su cara como una mota oscura. Volví a adelantarle a su vez para cerciorarme de su aspecto. Nos paramos en el mismo semáforo. Mi Fiat primero y su BMW detrás. A través del retrovisor tuve tiempo suficiente de comprobar que sus facciones eran la mías y sus gestos también. Aprovechó la espera para encender un cigarro mecánicamente, lo mismo que yo. Creo que encendimos el mechero en el mismo instante.

La sensación de encontrarme con mi doble posible, lejos de sobresaltarme, me llevó a reflexiones intelectuales de mis años de universidad, como si en el fondo me pudiese abstraer con el pensamiento en otra cosa. Recordé la clase de filosofía en la que se nos explicó la teoría de Putnam y su famoso experimento mental; la posibilidad de que exista un planeta de nuestra galaxia, muy semejante a la Tierra, llamado “Tierra Gemela”. Una de las pocas diferencias existentes entre “Tierra” y “Tierra Gemela” consiste en el hecho de que en ésta última el agua no es H2O, sino XYZ. Un tipo llamado “Oscar” vive en la Tierra y otro llamado “Oscar Gemelo” vive en Tierra Gemela. Entonces: ¿Cuándo Oscar dice “agua”, dice lo mismo que Oscar Gemelo? Personalmente esta cuestión siempre me había llevado a un segundo callejón sin salida: ¿puede ser Oscar Gemelo gemelo de Oscar a secas, si en su constitución física no hay H2O sino XYZ? Una vez le planteé esto al profesor de turno y con desdén me dijo que estábamos en una clase de filosofía del lenguaje y no en una de física orgánica.

¿Fumaríamos mi doble y yo la misma marca de tabaco a pesar de vivir en planetas distintos, él en su BMW y yo en mi Fiat?

Cuando el semáforo se puso en verde los dos sacudimos la ceniza al unísono, y con idénticos movimientos metimos la primera, y la segunda, y la tercera. Bajamos por Delicias hasta muy abajo y luego me perdí. Dejé que me adelantara pues mi callejero conocido se había quedado atrás. Circular por aquel barrio siguiendo a mi doble me produjo una sensación total de irrealidad, como si hubiésemos entrado ya en Tierra Gemela, donde ni mis palabras ni mis pensamientos podrían ser ciertos jamás. Yo diría H2O y todo el vecindario saldría a las ventanas para corregirme: XYZ.

Respetó los pasos de cebra, los stop, estuvo vigilante en los ceda al paso y luego frenó delante de uno de los últimos semáforos de la civilización. Aproveché para encender un nuevo cigarro y mirar en derredor. En realidad todo parecía tan desolado que aquel semáforo no tenía ningún sentido. Cuando volví la vista al frente él me estaba mirando directamente a los ojos a través de su retrovisor. Sujetaba un cigarro en su mano derecha, en idéntica disposición que mi mano derecha: apoyada en el asiento del copiloto. Me miraba desafiantemente.

El disco se puso en verde, entonces accionó el elevalunas para bajar más el cristal y escupió una flema grande y blanca hacia el asfalto. Me invadió un profundo sentimiento de rencor y le di a la manivela de la ventanilla hasta que la hube bajado del todo. Escupí con toda la fuerza que pude pero mi saliva cayó pesada y amarillenta sobre la puerta de mi coche. Un espumarajo igual de desagradable se había quedado pegado a mi perilla. Por las arrugas en torno a sus ojos descubrí que se estaba riendo de mí.

Se estaba haciendo de noche y los dos encendimos las luces al mismo tiempo. Bordeamos una rotonda a medio hacer y continuamos por una vía estrecha que ascendía hasta una minúscula serranía. Allí se paró frente a un chalé de lujo, chato y estirado a lo ancho, con teja de pizarra y tres chimeneas estilizadas. El frontal que veía desde mi coche era una larga galería, con amplios ventanales y un balcón de sobrio diseño que recorría toda la fachada.

Escuché de nuevo el silencioso trabajo del elevalunas. El brazo de mi doble asomó por la ventanilla. Llevaba un mando en la mano. Pulsó un botón rojo y la puerta del garaje se abrió. Después introdujo el coche con gran parsimonia. Gracias a las luces del coche pude ver que se trataba de un espacio muy grande, como para cinco o seis coches, pero no había absolutamente nada en las paredes, ningún estante, ni cubos de pinturas, ni bicicletas, ni herramientas, ni escaleras plegables… No había allí ninguna de las cosas típicas que se suelen encontrar en un garaje. En realidad no había nada de nada, sólo su coche. Permaneció un buen rato dentro sin apagar el motor. Después la puerta mecánica fue bajando pesadamente y produjo un chirrido menor antes de cerrarse con un golpe seco. Un hermetismo absoluto se apoderó de una noche que había caído de repente en la remota sierra. No se oían ni los esperables sonidos de la naturaleza ni los ruidos atenuados de la ciudad próxima. Definitivamente estábamos en los arrabales más silenciosos de Madrid.

Encendió la luz de la galería, descorrió la cortina y su figura firme e impertérrita me escudriñó desde lo alto. Por mi parte todo aquel experimento había terminado. Pensaba seriamente que ni siquiera era tan parecido a mí, que todo había sido un gran error y que aquel tipo, fuese quien fuese, estaba chiflado. Entonces un intenso rumor se adueñó de mis oídos. Era un vacío con efecto de eco, como cuando acercas una caracola a la oreja. Así pero cada vez más intenso.

Aquel tipo tan igualito a mí seguía mirándome desde su casa perfecta y se reía grotescamente.

Decidí largarme. Le di a la llave pensando que había apagado el motor, pero no lo había hecho. Así que al darle al contacto el coche se paró. Lo intenté una decena de veces pero no arrancó. Aquel penetrante aullido de caracola me estaba volviendo loco y mi Fiat se había quedado sin batería o algo peor: había muerto.

Pensé en abrir el maletero y encontrar algo que me permitiese escapar. Una linterna potente que me abriera paso en la noche… un arma para hacer frente a mi doble. Pero sabía que allí dentro no había nada, únicamente agujeros de corrosión. En mi guantera tampoco había nada, sólo polvo. Mi carnet de conducir, los papeles del seguro, el permiso de circulación, todo se había esfumado por arte de magia…

En aquel mismo instante comencé a ser otro.

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