Testamento de un náufrago

Aristóteles Pérez había naufragado. La lancha motora zozobró en medio de una gran tempestad. Su cuerpo inmóvil llegó a una playa desierta.

A media tarde despertó y sintió la punzada antes de abrir los ojos. Había movido su pierna, que rezumaba sangre gruesa como lava de volcán. Con un jirón de su camisa practicó un torniquete al modo que había visto hacer en las películas. Tras él estaba la colina rasgada, angulosa, que se oscurecía por momentos y por la que no podría trepar de momento.

A duras penas reunió cuatro troncos de las inmediaciones pero no fue capaz de encender fuego ni frotando palos, ni chascando piedras. Nunca lo había hecho.

Trató de taparse con las hojas secas desprendidas de las palmeras, pero estaba demasiado débil y le costaba un mundo arrastrarse de un lado a otro. Su herida tenía muy mal aspecto.

Ajustó el torniquete y se dispuso a esperar un nuevo día. Durante la noche le asaltaron ideas absurdas. Pensó en el naufragio: la tormenta tropical Alfa estaba sobre la motora, pero tenía la idea de atajarla por uno de sus flancos y llegar a puerto antes que ella. Los cálculos no habían salido bien a juzgar por el resultado. Este recuerdo de lo inmediatamente vivido le condujo a callejones sin salida: si el hombre pudiese contener los huracanes, por la destrucción que conllevan, él no estaría muriendo ahora; aunque también era lógico pensar que si el hombre tuviese el poder para contener y manejar la climatología, el mundo reventaría. Adónde iría a parar la energía de una borrasca diluida, la de un huracán contenido…

Gotas de sudor frío recorrían todo su cuerpo, los escalofríos le atravesaban por entero y se expresaban en el tintineo de su dentadura. El arrullo del mar también iba subiendo de tono, como si la tormenta tropical no anduviese lejos. Una especie de pajarillo caminaba raudo por la arena de la playa en dirección al náufrago. Lucía plumaje nupcial, con partes dorsales jaspeadas de negro y plumas orilladas de ocráceo. Se paró a una prudente distancia y comenzó a cantar. Se trataba de un chorlito melódico o chorlo silbador, de apenas 20 centímetros y aspecto de diminuta y extraña paloma. Desde una palmera próxima a Aristóteles vigilaba sus delirios.

Un “tu tu tu” melódico y suave pasó a ser la banda sonora de la agonía.

Adónde iría la energía de una niebla que se disipa porque no conviene al tráfico rodado, o la energía de un cráter taponado, o la de una falla cubierta de hormigón. No habría terremotos no convenientes, ni inundaciones, ni aludes… la tierra reventaría desde su interior, sería como un paro cardiaco. En su propio corazón, de ventrículo a aurícula, no hay apenas espacio para nada, pero se abren y se cierran las válvulas con gran estruendo. Está alcanzando la hipocondría más absoluta. Tiembla y suda como un cobarde cuando acerca su mano temblorosa al pecho. El náufrago se descubre moribundo; el corazón va demasiado deprisa para su gusto. Le parece imposible que pueda seguirle el ritmo. Se imagina salas y salas de hospital, y la gente haciendo cola para cambiarse sus corazones frenéticos por uno nuevo. Quizás él también pueda renovar el suyo. Sujeta a un médico por los brazos y le ruega que le cambie el corazón, que no puede aguantarlo más. En la apoteosis de la fiebre lee una cláusula del contrato como donante: A la extracción se procederá entre los 15 ó 20 minutos desde el fallecimiento, como máximo.

Firma.

Sólo después repara en las palabras fatídicas: “donante”, “fallecimiento”. Pero si él sólo quiere cambiarlo…

Aristóteles Pérez murió en ese preciso instante. No hubo tiempo a más: en el cielo crujió un trueno lejano, la tempestad se despedía por fin. La avecilla chifladora con su sutil “tu tu tu” y sus variantes en “jui jui juiuu”, se fue corriendo a buscar a sus amigos, que corrían en zigzag por la orilla de la playa.

Si echásemos a volar veríamos que desde la cala sale un camino bien marcado que el náufrago no alcanzó a ver. La senda conduce al enorme cartel de una promotora inmobiliaria: “Disfrute de la belleza de estas playas viviendo aquí”.

A pocos centenares de metros está Jacmel, una hermosa villa colonial situada a dos horas al sur de Puerto Príncipe. El ritmo de los tambores está en todas las calles. Los antiguos almacenes de esclavos han sido reutilizados. En unos se celebran las típicas peleas de gallos; en otros pasan consulta toda una suerte de hechiceros, curanderos y adivinos vudú; otros acogen sectas e iglesias masonas o evangélicas de todo tipo; otros sirven de almacén-tienda-taller para los numerosos artesanos y pintores. En uno de estos compartimentos se practica magia negra en ese preciso instante.

En el habitáculo oscuro está el muñeco vudú que personifica a un hombre de mediana edad, blanco y corpulento. Le falta una pierna. En la penumbra, una anciana haitiana acerca sus tijeras al muñeco: va a quitarle el corazón.

Antonia tiene encomendada la misión de terminar con el narcotráfico de la zona. Esta noche le ha ayudado la tormenta tropical, pero ella ha rematado los deseos del Dios que maneja el universo. El hombre ha muerto y la motora zozobró con más de 40 kilogramos de cocaína. Su eficacia en estas lindes es tal que son muchos los que le hacen peticiones. Pagan bien llegado el caso. Pero ella no mata por dinero, sólo corrige el destino de aquéllos que nunca han sido corregidos.

Afuera, el frenético redoble de los tambores nos transporta a un mundo fantástico.

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