¿Por qué no lo mete por la puerta?

Tenía un amigo en el trabajo que se llamaba Enrique. Era muy cuadriculado, pesaba 125 kilos y sudaba hasta en enero a nada que se movía. Compartíamos piso y cuando teníamos necesidad de ir a la compra hacía una lista con las cosas que deberíamos comer. Siempre estaba con esa manía suya del pescado.Había leído no sé qué novela en la que uno de los personajes, obsesionado con vivir eternamente, se comía crudos los intestinos y las vísceras de las carpas. Al final vivió más de doscientos años – más de cien como un puto mono peludo encerrado en una jaula para deleite de los científicos.Enrique creía que la lucha contra el colesterol requería de grandes cantidades de pescado fresco. Leía con detenimiento las etiquetas de mis alimentos, anotaba todos los ingredientes que yo me tragaba mientras movía la cabeza desesperado. Nunca llegó a creer en eso de los genes. El caso es que entrábamos en el supermercado y compraba de todo menos pescado. Levantaba las aletas y olfateaba tras ellas y después de un minucioso análisis que incluía escamas, ojos y precios decidía que no se llevaba ni una sardina. En la oficina, sobre todo después de comer algo a media mañana, algo que se le subía a la cara poniéndolo al rojo vivo en plena digestión, Enrique sacaba toda su mala hostia. Un día rompió la pantalla de su ordenador de un puto puñetazo cuando más apretaba el calor. Ninguno de mis antiguos compañeros dijo nada. La cosa quedó en que se le había resbalado un vaso de agua de las manos y se había estrellado contra la pantalla. A Enrique le costaba asimilar las cosas nuevas, sí, y cuando nos daban algún curso de perfeccionamiento de informática, por ejemplo, él se pasaba las clases cagándose en todo y amenazando con cargarse otra pantalla.

Un día, al salir del trabajo, decidimos ir al cine a ver no sé que historia rara que él estaba empeñado en ver. Queríamos ir a la sesión de las cuatro de la tarde. Era julio, en la calle había más de treinta grados a la sombra y en nuestro piso respiraba de puta pena. Creo que quería ir al cine más que nada por el aire acondicionado. Pasamos por una zona antigua de la ciudad. Los balcones de las casas eran de tipo colonial, con miles de flores esplendorosas, las fachadas blancas inmaculadas.  Al pasar delante de uno de los portales nos abordó una tipa. Estaba bastante buena, llevaba un vestido ceñidito, unas gafas oscuras y el pelo teñido de rubio. «Oye», nos dijo misteriosamente,»os importaría ayudarme a meter este niño por la ventana». Señaló al puto crío y nos quedamos helados. Estaba apoyado debajo de una ventana abierta, con una gorra enana, pantalones cortos y medias blancas, tenía los ojos medio cerrados y la cara tan blanca como la pared. Debía pesar 2000 kilos bien sobrados y era difícil saber con claridad cuantos años tenía; aunque si ella decía que era un niño así debía ser.

Enrique  se pasó la mano por la frente, luego apretó los labios, enderezó las cejas y, una vez que pareció comprender la situación, dijo: «Oiga, ¿por qué no lo mete por la puerta?». Ella no nos miraba, sólo movía la cabeza hacía uno y otro lado de la calle. «¿Eh?», dijo al no haber escuchado la reflexión de Enrique. «¿Que por qué no lo mete por la puerta?», repitió Enrique poniendo todo el énfasis posible «puerta». La rubia de bote balbuceó atropelladamente que los escalones de entrada a la casa eran muy altos y que el niño no podía doblar bien una rodilla. Cuando el rostro de Enrique volvió a reflejar algún tipo de comprensión, yo ya imaginé lo que diría. «Lo que sigo sin entender es por qué no lo mete por la puerta». La tipa resopló y luego me dedicó una sonrisa. Al pedazo niño cada vez le pesaban más los párpados y parecía que la mole de su cuerpo se iba escurriendo por la pared. «Bueno», se apresuró a decir ella sin dejar que Enrique atacase de nuevo con su pregunta estúpida, «uno coge por una pierna, el otro por la otra, y yo os ayudo, lo cojo por aquí y lo sentamos en el marco de la ventana».Como pesaba el cabrón, nos llevó un buen rato llegar a levantarle los zapatos del suelo. Cuando parecía que lo teníamos más elevado y derecho, soportando sus mastodónticos brazos sobre nuestros cuellos, se nos cayó de bruces en medio de la acera. «¡Se le está aplastando la nariz!», gritó la chorba. Lo cogimos por sus sobacos empapados. El puto niño despedía un olorcillo a podrido que no se podía aguantar. Enrique también sudaba y buena parte de él participaba en aquel tufo, además sus manos húmedas no asían con fuerza el cuerpo y se le escurría. «Jooooodeeeeeeer», fue su grito de guerra mientras echaba el resto para incorporarlo. Consiguó romperle la camisa y asomó aquel vientre entre gris perla, amoratado de tanto apretarle. Lo apoyamos en la pared e hicimos una pausa. «¿Por qué cojones no lo mete por la puerta?», preguntó Enrique estúpidamente. El crío sangraba a borbotones por la nariz y no se tenía en pie. A mí sólo me apetecía terminar lo que habíamos empezado y largarme de allí cagando hostias antes de que apareciese alguien al que tuviésemos que dar explicaciones.

Cuando por fin lo sentamos en el alféizar de la ventana, gordoman se desequilibró e hizo amago de caerse para delante, pero Enrique lanzó un último ataque y lo mantuvo firme. Fue entonces cuando aparecieron aquellas manos de gorila que lo sujetaron sin que el cuerpo oscilase ni un centímetro. Para nuestra sorpresa, al sentir la presión, el niño abrió los ojos de par en par y gritó un «¡NOOOOOO!!» agudo y espeluznante que se escuchó en todo el vecindario. Sin tiempo para más, las manazas lo levantaron como un juguete y lo metieron a toda hostia en la penumbra de un cuarto que no alcanzamos a ver. La ventana se cerró inmediatamente. La tipa desapareció como un fantasma y un vozarrón de alguien al que posiblemente habíamos jodido la siesta, se dirigió a nosotros desde los balcones del otro lado de la calle. Ni siquiera nos volvimos. Sudando como perros, con nuestra ropa salpicada de sangre, echamos a correr.

Aquel día no fuimos al cine y al llegar a casa Enrique se metió en la bañera con agua fría durante más de una hora.

El caso es que recuerdo esto porque hoy me ha llegado una carta de un antiguo amigo del trabajo que continúa en el mismo destino. En ella me dice que Enrique lleva cerca una semana ingresado por una indigestión. Se llegó a comer en un día cuatro kilos de tripas de pescado. 

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