La enfermera

Había sido desterrada a una estación de enfermería abandonada, donde pasaba las horas rodeada de jeringas, calmantes y cataplasmas inservibles. Cómo no tenía pacientes se inyectaba distintas sustancias ella misma.

En el país de los sanos, donde cumplía condena, jugaba a sentirse enferma. Cuando regresaba a casa después del trabajo se quedaba dormida al instante y soñaba con un Dios piadoso que le abastecía de enfermos que cuidar.

Pero un día fue ella la que enfermó de veras y todos comenzaron a señalarla con el dedo.

¡Está enferma!

Su penúltimo destierro fue en el país de los muertos. Había ido a parar allí desde el país de los enfermos, donde llegó a disfrutar de un médico en exclusiva, un gotero y oraciones mil. Alguien había cambiado su bata blanca de enfermera por un atuendo excesivo confeccionado con sábanas de hospital.

Todo esto duró poco. En su estado apenas reconocía a nadie de los que acudían a visitarla. Ni ella misma sabía quién había sido. En el país de los enfermos todo era mentira (una nube metida dentro de otra nube) y nada dio resultado.

Muerta sólo estuvo un rato; aturdida dentro de una mortaja.

Vive ahora entre nosotros, consuela a las enfermeras en la estación de enfermería, mueve los dedos de los cirujanos y ruega por los sanos para que enfermen.

Deja un comentario