La emboscada

Se puso a tiro en la parte baja del valle. Bebía en un remanso del arroyo donde el agua parecía escarcha. Hurgaba con el hocico sin prisa, dándome tiempo a apostarme con comodidad, tenerlo bien en la mira, sufrir esos segundos entre lastimeros y cobardes que nunca confieso, y disparar con la posibilidad real de matarlo y la vaga intención de no querer hacerlo. El disparo le estalló el pecho, pero el arranque violento del animal me confirmó que no le había acertado en el corazón. Al no desplomarse a los pocos metros deduje que tampoco le había reventado la aorta. Con los prismáticos veía cómo la sangre emanaba, pero no expulsando chorros al compás del latido.

Quité el bozal al perro y lo solté.

Lejos de mi habitual pericia de zanjarlo todo con un único disparo, me veía en la obligación de darle caza de verdad. Mi perro seguiría el rastro fácilmente, lo acorralaría y esperaría mis órdenes enseñando los dientes. Yo tendría que adentrarme en el bosque persiguiendo su huida, podría decirse, transitando por la vía tortuosa que el animal abría en un mar de helechos, para poder llegar a tiempo a la escena final y darle el disparo de gracia.

Por el camino, todo se fue tiñendo de sangre, incluso al mirar hacia arriba, más allá de las copas peladas de las hayas, vi el cielo con ese aspecto viscoso. Llevaba cargada la escopeta con dos cartuchos y usaría al menos uno de ellos para dispararle a la cabeza. Sólo una vez en mi vida había rematado a una presa de forma semejante. Era un hermoso animal que salía confiado de la espesura y que se colocó a tiro apenas a veinte metros de donde me encontraba. Le disparé instintivamente -sin usar la mira- y le impacté en el espinazo. Quedó literalmente partido en dos. Cuando me acerqué trataba de incorporarse patéticamente y no tuve otra opción que rematarlo a bocajarro.

Me prometí no volver a hacerlo, pues poner fin al sufrimiento que provocas es una obligación que está por encima de cualquier cosa. Pero después de una hora emboscándome, cada vez resultaba más difícil seguir el rastro. Por donde el animal y el perro habían pasado yo ya no podía hacerlo. La vía era cada vez más insegura y umbría. Por momentos se convertía en una auténtica torrentera. Promesas y sufrimientos aparte, comencé a pensar que lo mejor sería abandonar la cacería y salí a un pequeño claro del bosque. Toqué varias veces el silbato -su alcance es de cinco kilómetros. Insistí pero el perro no volvía. Quizás estuviese acechando al animal o lo tuviese ya acorralado, o se hubiese enfrascado y ensañado con sus vísceras. Es cierto que también podría haberle pasado algo.

El perro no volvía.

Soplando el silbato -inaudible para mí- comencé a darme cuenta de lo silencioso que se había vuelto el bosque de repente. Como si el rango de alta frecuencia del pitido hubiese puesto en suspense toda forma de vida. Ni un aleteo, ni un crujido de una rama, ni una hoja cayendo, ni el fluir del agua. Nada se oía hasta que, sin previo aviso, un resplandor eléctrico fustigó la calma con un chispazo gigantesco, y un trueno no menor la remató como un hachazo. Comenzó a llover a mares. Las gotas gordas penetraban en el sotobosque como balas de hielo. Corrí a resguardarme bajo una oquedad ridícula que no evitó que me calase hasta los huesos. Amainó treinta minutos más tarde y para entonces ya había decidido largarme de todas todas y abandonar la presa a su suerte.

A mi perro también.

La ropa pesaba horrores, tenía las manos congeladas y las botas llenas de agua, y aún así aceleré el paso tratando de volver por el mismo sitio. Pero el bosque se había hecho más pequeño, las hayas se agolpaban las unas sobre las otras y los primitivos helechos parecían haber crecido en altura y haberse tupido mucho más. La sangre del animal también había desaparecido tras el aguacero, lo que no me ayudaba a encontrar el camino de vuelta. Lo intenté por una especie de senda empedrada que discurría en paralelo al arroyo, y terminé por resbalar fatalmente, golpeando la espalda con una roca. La escopeta salió disparada de mi mano y fue engullida por la maleza. Dolorido y a cuatro patas quise ir en su busca. Al sortear un tronco muerto me clavé una astilla tremenda en el muslo. La arranqué con gran esfuerzo y traté de practicar un torniquete con un trozo de pantalón sin demasiado éxito. Avancé varios metros dejando un buen reguero de sangre. Aún tenía en mente la inútil idea de recuperar la escopeta. Me di por vencido y quedé postrado boca arriba, contemplando un inmenso tronco desnudo, de tonos rojizos y crepusculares, que llamó mi atención. El agua aún resbalaba por su corteza dando la impresión de que se desangraba. El corazón me palpitaba muy rápido, la pierna me dolía horrores y me desmayé por espacio de unas horas. Al despertar ya casi era de noche y se escuchaba un jadeo a escasos metros.

Mi perro había vuelto.

Traté de incorporarme para hacerle ver mi estado, pues siempre cabía la posibilidad de que pudiese buscar ayuda. Pero él también estaba mal herido. Sangraba por un costado como si hubiese recibido una dentellada. Se oyó entonces una especie de bramido no demasiado lejos. Y se repitió al poco, aunque ahora se parecía más a un gruñido. Un gruñido grave pero sofisticado… de algún modo, melódico. Mi perro (increíblemente equilibrado, dócil y fácil de adiestrar, leal y cariñoso) permanecía atento a este código salvaje. Gimió lastimeramente. Después aulló en todas las direcciones antes de mirarme directamente a los ojos, dar un paso al frente y comenzar a mostrarme los dientes.

Ramón Molleda

Deja un comentario