En aquel mundo pequeño, la bruma se adueñaba de las colinas y los campos durante buena parte del año. También lo hacía de aquella aldea cercana a la playa donde la línea del horizonte no parecía quedar demasiado lejos. En invierno, el extenso maizal frente a la casa del chico quedaba reducido a miles de pequeños esqueletos herbáceos de corta altura. Sólo los espantapájaros destacaban en la media distancia, y uno de ellos se había transformado en un muñeco navideño, seguramente por obra y gracia de Rogelio -pensó el chico. Habría esquilado a destiempo un par de ovejas y creado un buen montón de “nieve” con el vellón.
La Navidad había llegado ese año con días suaves, extrañamente cálidos, y apenas se veía salir humo de las chimeneas. La bruma se escondió en los confines del Cantábrico, el cielo no estaba nublado y una claridad inusual permitía apreciar hasta el matiz más nimio en la lejanía. Así distinguía el chico los ojos del muñeco de “nieve” a más de cincuenta metros de distancia: un par de castañas valdunas. Los botones de la “chaqueta” también eran castañas. Por sombrero, una calabaza deforme y un tanto podrida; y una patata estirada por nariz.
El chico ayudaba a su madre en el huerto, también con las gallinas y las vacas. Realizaba estas tareas sin apremio, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Siempre que podía acudía a la escuela rural y a veces, en la intimidad de su habitación (un espacio reducido con paredes blancas y una pequeña ventana que daba al maizal), leía y se perdía en pensamientos que ni él mismo lograba descifrar del todo. Dos días antes de la Nochebuena, mientras repasaba geografía con su torso desnudo debido a las inusuales temperaturas, un impulso repentino lo sacó de su concentración y le hizo levantar la vista para mirar por la ventana. Un raposo olfateaba el muñeco de “nieve“, metiendo bien el hocico en la lana para desentrañar qué le había pasado a aquella oveja. Cuando el animal salió disparado, la mirada del chico se perdió deliberadamente al fondo, al otro lado del maizal. En aquella casa modesta pero bien atendida, lejana pero no lo bastante, reconoció la esbelta silueta de Carmen asomada a la ventana. Vivía sola desde que su esposo había sido fusilado por el bando sublevado, tenía el cabello oscuro recogido en un moño y siempre vestía de negro pero no con la suficiente austeridad. A diferencia del resto de las mujeres del pueblo, sus faldas largas y finas no le disimulaban las caderas. Durante el verano, se la quedaba mirando mientras caminaba descalza por la playa. A ojos del chico era como si lo hiciese completamente desnuda. Nadie parecía reparar en Carmen, o eso trataban de hacerse creer los unos a los otros. En todo caso, nadie la saludaba ni le dirigía la palabra. Pero cuando se cruzaba con el chico por los caminos, él sí le deseaba los buenos días; y ella le daba las gracias con una sonrisa muy hermosa y unos ojos negros más bellos aún.
Aquella tarde en la que el raposo anduvo por el maizal, la silueta de Carmen en la ventana parecía adoptar una postura rígida y vigilante. El chico buscó los viejos prismáticos del cuerpo de artillería que su padre le había dejado en herencia y enfocó a la mujer. Cuál fue su sorpresa cuando descubrió que ella le observaba a su vez con otros prismáticos. No era posible. El corazón del chico dio un vuelco y sintió un escalofrío punzante e interrumpido de súbito. Carmen, al percatarse de que la había descubierto, cerró las cortinas de un tirón.
Al día siguiente, la madre del chico tomó “la línea” para acercarse a la villa, llevando consigo un saco de patatas para vender en el mercado semanal. Con parte del dinero que consiguiese tenía intención de comprar una buena botella de vino para celebrar la Nochebuena con su hijo. El chico había estado sembrando ajos y recogiendo repollos, y mientras se preparaba la comida llamaron a la puerta aporreándola con el puño. Su corazón no pudo evitar acelerarse mientras se dirigía a abrir. Era Rogelio, con ese rostro de edad incierta y todo el repertorio de aspavientos que desplegaba cuando la ocasión lo requería. Quería regalarle al chico y a su madre una rama de acebo. En su opinión, “con muy po-poco es fá-cil ce-celebrar la Navidad”. De una bolsa de tela mugrienta también extrajo un par de bolas plateadas y una estrella del tamaño de una mano, elaborado todo ello con papel de aluminio. Rogelio le dijo al chico que felicitase la Navidad a su ma-madre de su pa-pa-parte, y se despidió entre lágrimas, con un nudo en la garganta imposible de deshacer.
Su madre tardaba en llegar más de lo normal aquel día y el chico desatendió un tanto sus obligaciones con las gallinas y con las vacas. Coló los prismáticos entre las cortinas a medio cerrar. En casa de Carmen las cortinas tampoco parecían estar echadas del todo. Había algo electrizante en ese juego. Entonces, el chico abrió las cortinas y las ventanas de par en par y se desnudó sin más, dejando a la vista la piel pálida y el cuerpo delgado que cabe esperar de una larga posguerra. Colocó la rama de Rogelio en un viejo tiesto sobre el alféizar de su ventana y, subido a un taburete, con sus vergüenzas bien visibles para cualquiera que quisiese verlas, comenzó a colocar los adornos en el acebo. Lo hizo sin prisa, como si cada gesto formara parte de un ritual.
En la cena de Nochebuena su madre sacó a relucir la figura de su padre y su papel en la contienda. Brindaron por él y por el año nuevo con el vino que había conseguido en la villa. Había en aquel sabor algo insobornable, la sensación de haber cruzado un umbral donde ni la verdad ni los deseos pudiesen seguir ocultándose.