Chucho

Había recorrido miles de kilómetros, los suficientes para darse cuenta de que no había nada nuevo bajo el sol. El atardecer y el anochecer eran iguales en todos los sitios. La noche igual de oscura, el día igual de negro. Cerrar los ojos era lo mismo que estar muerto. Abrirlos no era algo distinto. Caminaba como siempre sin ninguna dirección y se paraba de repente sin motivo alguno antes de volver a ponerse en marcha. Pero no todo era igual que antes, pues se había dejado barba e iba acompañado por un perro viejo. Aprovechaba cualquier alto en el camino para arrascarse la barba, dar de comer a su can y aullar un rato con él.

Nunca le habían dejado tener perro. No creían que pudiese hacerse cargo de un ser vivo. Alimentarlo, protegerlo, compartir con él una vida ilusionante, darle esperanzas futuras, etc. Ni hablar. Pero en la soledad del desierto, en las sendas sin asfalto, a la sombra de los grandes árboles y en las calles más populosas de la tierra, nadie pensaba semejante cosa de él. Era su propio dueño, así que hablaba delicadamente a su bestia y la acariciaba porque sí, prometiéndole una buena caminata para acabar con la lengua fuera y un hueso duro de roer.

En una ocasión, antes de largarse y dejarlo todo atrás, también había prometido sus huesos a una persona especial. Huesos duros como sus dedos sin tacto o su cráneo, pura piedra caliza. Ahora no era capaz de recordar el verdadero alcance de aquella promesa. El estribillo de una vieja canción era lo único de aquellos tiempos que permanecía en su cabeza: «Y morirme contigo si te matas, y matarme contigo si te mueres…». Ni siquiera añoraba a sus seres queridos, aunque a veces se le colocase un grito en la punta de la lengua para llevarle la contraria. Un grito que nunca soltaba, por supuesto. Al momento aparecía su compañero poco ladrador, siempre con un hambre atroz y gimiendo desconsolado, recordándole que él sí le quería -aunque fuese por el interés.

Murió la misma noche que decidió afeitarse la barba. Dejó de aullar durante un amanecer hindú. El sol, de un rojo extremo, fue invadido por una bandada de aves migratorias hartas de calor. Durante aquel largo y sudoroso día, mientras enterraba a su compañero en una tierra en la que los de su especie pueden llegar a casarse con las personas para romper maldiciones, pensaba seriamente en regresar para siempre a donde fuera que hubiese estado antes, pero no para romper maldiciones, ni mucho menos para casarse, sino para entregarse por completo a sí mismo como un verdadero animal.

Ramón Molleda

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