El aumento

Come pasta, atún en lata, un huevo una vez a la semana, carne cada quince días. No ha estrenado zapatos esta temporada ni la anterior y de su tabaquismo sólo queda un cigarro mohoso. La santera arrojó las caracolas y vio la solución al instante. «Debes tostar anís estrellado, maní y alumbre hasta que se reduzca a polvo fino; esparcerlo en tu lugar de trabajo y pedir a Eleguá que te abra los caminos», le dijo.

Comenzó a salir el último de la oficina para espolvorear por doquier pero Florentina, la señora de la limpieza, lo dejaba todo como los chorros del oro a primera hora. Decidió entonces tostar pelusas grasientas del taller mecánico de un viejo conocido. Ante el estupor de sus compañeros no abandonaba su puesto a la hora. Con una pequeña brocha introducía el polvo bajo las letras de los teclados y con un pulverizador impregnaba los libros de consulta. Por último, abría las rejillas del aire acondicionado y vertía montones en los conductos.

«Amado Eleguá, ábreme todos los caminos».

Florentina pidió la baja por un brote asmático. Después alguien protestó por la cantidad de polvo que había en los escritorios. Fue una epidemia fulminante de la que sólo se salvaron él – reponiendo los algodones de sus fosas nasales cada vez que iba al cuarto de baño – y su jefe, el señor Ramírez, que rara vez se exponía al aire de la oficina.

Se miraron cara a cara. El superior lo hacía incrédulo, sopesando la fortaleza de ese cuerpo enclenque y el chirriante color de la corbata. El empleado confundió el escrutinio de su jefe con un gesto de aprobación, pues rara vez aquellos ojos asqueados realizaban el menor esfuerzo. Por un momento se lo imaginó repartiendo dádivas con sus manos pobladas de pelos como púas. Pero no, la luz mortecina de la sala se impuso y ambos volvieron a su puesto sin mediar palabra.

Al llegar a su apartamento tomó una antigua moneda china y la lavó, la desinfectó con alcohol, la envolvió en papel de aluminio y se la metió en un bolsillo. Se asomó a la ventana. Desde allí arriba todos los caminos parecían abiertos. Miles de pancartas inundaban las calles pero el humo de su último cigarro, el moho o su propia debilidad agudizaban su mirada en otra dirección. Hasta tal punto que veía el suelo a un palmo de sus narices.

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