Bastará para sanarme

Tras remojarlo en agua tibia, secarlo y vendarlo, el pie volvió a los charcos de la periferia y al insano calor de las fogatas. Días más tarde, cuando cayó de nuevo en mis manos, la venda estaba negra, empapada en sangre y pus. Evidentemente, no había respondido a los antibióticos. Resultaba casi imposible que aquel hombre hubiese llegado a mi consulta por sus propios medios y gesto inmutable. Sólo abrió la boca para hacer una petición con la voz profunda y exigente de un mandamiento bíblico: «Láveme los pies».

Tomé una toalla, me la ceñí a la cintura, puse agua en un lebrillo y le cogí el pie herido con mis guantes antisépticos. Una gota de sudor me recorrió la frente. Mis movimientos eran torpes, así que opté por quitarme los guantes. Sentí su dolor completamente. Identifiqué el foco del mismo y con los dedos fui recorriendo toda su extensión. Era punzante, insoportable por momentos, y el hombre torció el gesto y miró para otro lado con sus ojos minúsculos e inexpresivos. Entonces el pie comenzó a deshacerse entre mis manos y ambos lanzamos un grito ahogado que nadie escuchó.

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