Bandera blanca

Ondean miles de banderas harto ondeadas y coloridas. En una esquina de la plaza un hombre canijo empuña un palo con una tela blanca a modo de enseña. Cunde el desconcierto mientras el tipo en cuestión avanza hacia el centro de la manifestación. De cerca resulta escuálido y cetrino, como recién salido de un exterminio. Quizás sea por su culpa que cese el aire y que ya no se agiten las banderas; o que todos dejen de lanzarse reproches entusiásticos. Le miran pero no alcanzan a ver las lágrimas en sus ojos, ni su media sonrisa complacida o estúpida -sobre todo demacrada. Y por eso mismo no pueden creerse el amor incondicional que transmite ni el odio que sería capaz de sentir. La compasión que él dice sufrir, la crueldad que podría llegar a ejercer, etcétera.

Han pasado de puntillas un puñado de segundos. Pero como nada puede ser peor que el silencio, ni siquiera una rendición, al rato todos en la plaza vuelven a vociferar como locos (no vaya a ser que vengan sus adversarios a reprocharles lo que nunca dijeron o, lo que es peor, a censurarles por no hablar claro).

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Por un momento la tela blanca acapara todo el viento, que vuelve desgarrado como un grito más. Y así ondea inmaculada y altanera, por encima del resto, hasta que recibe el primer escupitajo.

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