Las estrellas no dejaban de crecer en nuestros cuadernos y nos asomábamos a aplaudir a las ventanas y alguien ponía la música a todo volumen; y los niños en los balcones hacían pompas de jabón que se llevaba el viento; y aquella niña entreabría la cortina lo justo para asomar su manita y pegarla al cristal con muchísima delicadeza. Siempre nos quedábamos bastante más tiempo asomados al balcón después de los aplausos, con los cinco sentidos sincronizados para no dar por perdida la primavera. Nos gustaba ver como iban apareciendo las estrellas a cuentagotas, pero como eran tan pequeñas mi padre compró un telescopio por internet. Durante el verano y el otoño nos lo llevamos de un sitio para otro y se veían perfectamente los cráteres de la luna; aunque también llegamos a distinguir los anillos de Saturno y las lunas de Júpiter.
Llegó la Navidad, días fríos de nubes persistentes, aguaceros y granizadas que hicieron inútil el telescopio. Mi padre y yo aprovechamos el encierro para retarnos con ejercicios de creación literaria. Greguerías y binomios fantásticos sobre todo.
Los tejados son una manifestación de tejas, la farola es el sol de la noche, las tostadas son el pan disecado, el telescopio es un ojo teletransportado, el hipopótamo es la posibilidad de que algo pese más que un autobús, el unicornio es la unión de un rinoceronte y un caballo pero sin moscas, etcétera.
Binomio: mascarilla / ojos.
Todo el mundo lleva los ojos puestos en los demás, sin pestañear apenas porque las mascarillas cada vez están más apretadas y nos tensan la cara. Hace ya tiempo que no es una opción quitársela y por eso el dominio de la mirada se convierte en absoluto; es como si quisiésemos averiguar constantemente qué es lo que escondemos, cuán grande es nuestra tristeza o si los demás pueden llegar a desear nuestros ojos… ya no importa si hay mandíbulas excesivas, ni pómulos desproporcionados, ni bocas feas, ni dientes torcidos, o todo lo contario -escribió mi padre con cierta pomposidad (no exenta de amargura).
Ejercicio de telequinesis literaria a petición de mi padre:
El arcoíris hoy fue distinto, apenas duró medio minuto y en vez de rojo, naranja, amarillo, verde, azul, morado y rosa, resultó cítrico y soso, demasiado áspero.
El día de Nochebuena de dos mil veinte, poco antes de cenar, extraemos al azar palabras recortadas de revistas que hemos ido almacenando en un sobre: falso, panorama, señal, teclado, lenguaje, cebra.
Le di al intro del teclado y todo cambió; no es que se volviera falso, más bien fue como una buena estrella, una señal de algo que podía llegar a existir. Comencé entonces a hablar un nuevo lenguaje y ante mí se abrió un panorama desconocido. Me subí a lomos de una cebra y me dispuse a conocerlo –yo escribí la primera parte del texto y mi padre el resto.
El día de Navidad tomamos como títulos expresiones populares y tratamos de darles un nuevo sentido.
Beber los vientos (fue la que me tocó a mí).
Me invento una manera de matar la sed. Le preparo una trampa a los vientos del norte que vienen cargados de agua; los encierro en un tarro después de marearlos con unas cuantas veletas y allí dentro se congelan durante la noche. A la mañana siguiente piden a gritos que alguien les libere pero no son capaces de silbar.
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La niña descorrió la cortina por completo y levantó la vista para comprobar que los chaparrones y los vientos por fin habían dado una tregua. El cielo volvió a estar lleno de estrellas pequeñas que pendían estáticas y centelleaban con un ligero temblor. Con cara de pasmo vio pasar un astro un poco más grande que parecía dejar tras de sí un halo brillante; vio miles de regalos cayendo sobre los parques vacíos y al año nuevo sonriendo en la oscuridad, con una boca gigante que recordaba a una herida vendada, una vaporosa tela blanca sobre lienzo negro.
Faltaban muy pocos días para la gran nevada y las estrellas no dejaban de crecer en nuestros cuadernos.
Seleccionado entre los 10 relatos finalistas del concurso de cuentos navideños de la editorial zenda Libros