«¡ZAS!»

Enfrentarse al libro no fue nada sencillo pues aquel objeto parecido a un fexo lúndico no obedecía a su voz ni a sus ojos. Había que cogerlo con las manos. Lo abrió por una página cualquiera porque no recordaba que debía abrirse por la primera. Sabía que el lenguaje escrito había existido en el mundo solar. Él mismo, de niño, asistió a alguna lección de escritura ideada como una distracción por los arcaidores. Desde entonces era capaz de reproducir en el aire alguna grafía con un leve pestañeo ultrónico.

«SON»

Era como decir ritmo, o algo similar, pero ya había olvidado si se correspondía con cualquier otro acto, pensamiento o cosa. Tampoco encontraba analogía alguna con los signos muldares conocidos.

Hacía semanas que perdían el tiempo con cualquier cosa. Como los silos mílicos estaban cargados al ochenta por ciento, echaban el rato en estos pasatiempos. Eran los propios sobrealternos quienes organizaban los concursos para mantenerlos distraídos.

Después de explicarle qué significaba el subrayado, y la curiosa manera en que las grafías se separaban unas de otras por pequeños espacios en blanco, le invitaron a subrayar aquéllas que tuviesen para él algún tipo de sentido.

Recorrió el contenido del libro con un centenar de pestañeos holisteados y creyó identificar varias grafías de sus juegos de infancia. Sin saber el motivo, se sentía atraído por las de tres letras. Así que, sujetando con torpeza un rotulador primitivo, subrayó las siguientes con líneas quebradas: «MAR», «LAS», «LOS», «SED», «TAL», «SER», «DOS»… y otra veintena más. Pero cuando le preguntaron acerca de su correspondencia con el habla, apenas pudo entrever una equivalencia, o una y media, o dos, o dos y media a lo sumo.

«SON», ritmo, como ya se ha dicho. «ERA», reinado. «FIN», último.

A juicio de los arcaidores, y gracias a cierto relajo tras cotejar sus respuestas en la caja mámbrica, nuestro hombre resultó ganador absoluto de una competición en la que habían participado cientos de alternos durante un mes entero de noches. Sin acertar apenas nada, se llevó de premio el último modelo de bicicleta pristal y el libro original del concurso.

Al entrar por la puerta de su dependencia dejó el libro suspendido sobre el perchero a la espera de darle una ubicación definitiva -el hecho de que se pareciese a un fexo lúndico hacía que no desentonase demasiado en aquel espacio. Se asomó a la limba y escuchó, en medio de la total oscuridad, la cercanía de una nueva tormenta fixiforme. A juzgar por los ecos podría resultar tremenda (una vez más). Al rato se vio sorprendido por un esplendoroso rayo fixi que se retorció durante dos largos segundos. Se trataba de uno de esos fogonazos capaces de cargar por completo los ya sobrecargados silos mílicos. Se estimaba que la energía urbícola duraría un par de meses más; gracias a estos rayos todo el mundo se liberaba de pedalear por completo durante mucho tiempo. Pero esto hacía que los cuerpos almacenasen grasa y nerviosismo.

Nuestro protagonista capturó el rayo con su obturador de Roxus y ojeó la secuencia una y otra vez con pestañeos lénticos. En aquellas formas angulosas se observaba cierta similitud con las viejas grafías imperativas que imitaban sonidos; tan superfonópticas y gólpicas como cualquiera de las advernanzas que marcan el ritmo del pedaleo cuando éste deja de ser el estipulado.

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