Azzurro

Sócrates era un doctor fornido, un largo barbudo que también jugaba al fútbol con Brasil y que perdió dos tres contra Italia en el primer partidazo que recuerdo. Años más tarde, cuando estudié filosofía, supe que Sócrates también había sido un filósofo. Así que el futbolista médico que perdió contra Italia no era el mismo que no jugaba al fútbol ni era médico, pero que sí tenía barba (aunque según su discípulo Platón se la había rasurado tanto que carecía de una “propiedad” llamada “existencia”). En fin, el nombre de Sócrates aún me confunde, como si fuesen la misma cosa la mayéutica y los penaltis de tacón.

¿Y qué me dicen de Quini? picando una vaselina casi desde el banderín de córner al ver al portero descolocado. Fue en el Molinón, en 1980. Yo tenía nueve años y aún no había presenciado “el partidazo” del 82, un mundial en el que Quini (que ya había fichado por el Barça) no pudo enganchar una a puerta, entre otras cosas porque no jugó el tiempo suficiente, relegado al banquillo por López Ufarte (que por cierto, se parecía un montón al Luke Skywalker de la época)  y Satrústegui.

Socrátes, Zico, Falcao, Junior…  llegaban como favoritos con aquella camiseta que deslumbraba como el sol, pero fueron derrotados épicamente por una selección italiana de la que sólo conocíamos a Dino Zoff porque salía mil veces “repe” en los cromos.

A falta de Quini en el terreno de juego, convirtiéndose en el pichichi de la historia de los mundiales, me dejé seducir por Italia y la elegancia de sus jugadores; con polos en lugar de tristes camisetas.Tanto me deslumbró aquel equipo que desde entonces deseé que ganase todos los partidos y, como azzurro incondicional, me volví loco cuando llegó el día de la final frente Alemania. Cogí una cinta virgen (BASF para más señas) y grabé la retransmisión del partido directamente de la radio (aún no había vídeos, al menos en mi casa).

Rossi presiona y Scirea recupera la pelota. Corre con el balón, atraviesa el medio campo y se la pasa a Bruno Conti, acosado por Stielike. Scirea se adentra en el área por la derecha… ahora recibe el balón de Conti, de tacón se la deja a Bergomi que se la devuelve. Scirea ve a Tardelli en el centro del área. Se la pasa rasa, perfecta …  ¡GOOOOOOOOOL!  ¡Tardelli se la preparó para la izquierda y parece que resbaló, pero golpeó el esférico cayéndose y lo ajustó al palo de forma increíble! 

El grito del jugador es heroico, con los brazos abiertos, los puños apretados y el gesto desencajado de alegría infinita. En una carrera desenfrenada para celebrar el tanto que yo recuerdo aún a cámara lenta. Un éxtasis que los niños azzurros repetíamos una y otra vez cada vez que metíamos gol.

A falta de tan sólo 20 minutos para el final, Alemania tiene que marcar dos veces para poder optar a la prórroga. Como última tirada de los dados, Derwall hace otro cambio y sustituye al agotado Rummenigge por las piernas frescas de Hansi Müller. 

Le di al botón de play no menos de diez veces al día durante un par de semanas. Con el paso de los días la cinta de casete comenzó a dar síntomas de agotamiento. Arrancaba con una queja ahogada, similar al soplido seco de quien hace la penúltima abdominal en el gimnasio. Por momentos parecía que fuese a salir disparada y la tapa vibraba hasta que algún resorte interior asestaba la puñalada definitiva y sobrevenía el irritante y agudísimo aullido (hhiiiiiiiiifffffffff) de la cinta estrangulándose a sí misma (comparable, si quieren, a un engullido ultra rápido de espaguetis con la boquita de piñón). Después venía lo del bolígrafo bic, a modo de carraca ( tgr-tgr-tgr-tgr) para volver a reenroscarla.

Por aquellos años grabábamos de todo en las casetes y las intercambiábamos. Los actos de las personas tenían valor por sí mismos. La palabra “competitividad» no existía y no había nadie «prescindible». Los adultos aumentaban la familia sin temor y «manadas de niños» jugaban a todas horas en las calles y frente a las máquinas de pintball y arcade. Imitábamos a Sócrates tirando los penaltis de espaldas, nos daba rabia que Quini dejase el Sporting para fichar por el Barcelona y nos hicimos de la Juve de Boniek y Platini, pidiéndole a nuestras abuelas que nos alargasen un poco los pantalones cortos pare que nos llegasen a medio muslo. Y para colmo, en el coche de mi padre sólo escuchábamos a Adriano Celentano.

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