Cohetes, humanos y otras formas de perder el tiempo

Lanzar un cohete era semejante a lo que hace un perro cuando mea en las esquinas para no desaparecer. Que el pis quedase flotando en la estratosfera, de eso estamos hablando. Sonrisa amplísima y mandíbula de roca. Enfundados en sus trajes de gala, los sujetos bajitos o altos, viejos o no tanto pero con muchísimo poder, elegantes en su miseria interior, observaban el cielo como si les perteneciese o estuviese apunto de hacerlo. Lanzaban cohetes no para matar, aseguraban en sus comunicados. No para aniquilar. Para explorar. El objetivo era demostrar que la humanidad podía conquistar otros mundos sin haber terminado de entender este. Primero pondrían su logo en la Luna, después en Marte y en el gran agujero de Júpiter, finalmente en cada meteoro errante.

«El espacio es de todos», defendían mientras firmaban cheques y patentaban el oxígeno. Alguien construyó además un cohete blanco y hermoso en su forma fálica. Se subió a él, flotó ingrávido y se fotografió a sí mismo con La Tierra de fondo. Un selfie cósmico. Luego regresó sano y salvo para anunciar que cualquiera que tuviese mucha pasta podría hacer eso mismo.

Ahora bien, no todo era un camino de rosas. Muchos de los experimentos con cohetes se iban al garete durante las retrasmisiones en directo. Para evitar la palabra “explosión” (que todo el mundo había visto) se hacían auténticos malabarismo en las notas de prensa.

“Durante el ascenso, la nave experimentó una pérdida temporal de estabilidad estructural”.
«Desensamblaje no programado».
«Evento energético inesperado antes de destino».
«Reconfiguración prematura del sistema».

Todo para no decir: reventó, se fue “a tomar pol culo”. Para no decir: Dios ha sido alcanzado en el ojo por un cascote y ya no parpadea. Lo gracioso del asunto era la forma de mentir sin mover la boca. Informes y más informes que se referían a materiales dispersos en la atmósfera pero no tóxicos, que hablaban de peces sanos, langostas incólumes. Mentían como si eso importara. Como si aún hubiera alguien que creyese en el agua. O en los peces. Ya nadie creía en nada. Del cielo, a veces, caía algo. Una tuerca.
….
Estaban los que enviaban cohetes a otros planetas con la excusa del futuro y la ciencia. Esos que no querían que explotasen. Pero también los que fabricaban cohetes para que explotasen cuanto más mejor. Cohetes rastreros, cabrones, ideados y optimizados por esclavos mentales, sufragados por tipos intimidadores y marciales, de insignias resplandecientes, que supervisaban personalmente los lanzamientos -los había también sin insignias, con chaquetillas de abuelito, pero no podían ocultar sus ojos sanguinarios.

La competición de cohetes rastreros cada vez iba más en serio. Hubo un cohete de estos, apodado el Monstruo, que alcanzó casi una hora de permanencia aérea y recorrió más de cincuenta mil kilómetros. Y esto sólo era un adelanto del arsenal balístico intercontinental, con modelos capaces de superar los cien mil kilómetros, advertían los noticiarios. El Monstruo cayó en el mar, cerca de dos marineros que jamás habían oído hablar de él. Uno pescaba langostas, otro contaba los días de vida que le quedaban.

—¿Eso fue un pájaro gordo? —preguntó el de las langostas.
—No. Fue el fin —dijo el viejo escupiendo al mar—. El principio del fin.

No explotó porque sólo se trataba de un ensayo, un artefacto de tercera generación que había mejorado drásticamente la precisión de su trayectoria hasta el punto de que incluso los objetivos puntuales más pequeños podrían ser atacados con éxito. Si los diseñadores de cohetes a cargo de los tipos marciales de insignias resplandecientes hubiesen querido, se habría atravesado el pequeño bote de los pescadores por le puto centro. Tampoco había carga explosiva pero podría haberla tenido, de tipo nuclear de hasta cien ojivas y un poder de destrucción de trescientos megatones (diez mil Hiroshimas).

Después del ensayo del Monstruo (que no daba nada de miedo) llegaron cientos más.

Ahora les parecía un sueño cómo había empezado todo, con aquellos concursos de cohetes. Discursos grandilocuentes, promesas de progreso y un número generoso de espectadores que solo querían ver algo explotar. Los organizadores siempre prometían un nuevo concurso, con cohetes más grandes, explosiones más vistosas y nuevas formas de explicar por qué nada de esto tenía sentido.

Los cohetes de dispersaban en fragmentos y fluidos de avanzada tecnología que llovían sobre los campos de cultivo o el mar abierto. “No hay ninguna clase de peligro”, comunicaban, “siempre y cuando nadie intente comerse una lechuga, o una langosta”.

Del ensayo se pasó a la acción en un momento delicado del tablero geopolítico y, poco a poco, en la Tierra fueron quedando cada vez menos cosas. Algunas casas, algunos hombres, algunas mujeres, algunos niños y niñas. Algunos cohetes más, en fila, esperando.

Los tipos intimadores y marciales de insignias resplandecientes (los TIMIR) alcanzaron un pacto con los sujetos elegantes en su miseria interior (los SEMI), que eran los propietarios de los cohetes espaciales que al principio explotaban pero que después de tanto ensayo jamás lo hacían, ni perdían estabilidad, ni se desmontaban por efecto de un evento energético, o lo que fuese. El pacto fue una especie de no-agresión. “Si nos dais asiento, no os volamos”, prometieron los TIMIR. Exigieron también más confort: los asientos no podían dejar marcas cuadradas en el culo tras más de diez minutos de viaje interestelar. Vale, ok, dijeron los SEMI. Pero, “¿y si nos traicionáis…”, les dijeron, “si llegado el momento del éxodo nos extermináis en el puto centro de actividades espaciales?”

En caso de sufrir cualquier amenaza injustificada por parte de los TIMIR antes del despegue, los SEMI accionarían la autodestrucción inmediata de sus cohetes interestelares, para lo cual ya tenían un now how extraordinariamente preciso. Bajo ningún concepto iban a librarse de ellos en el último momento. Ah, y si alguien tenía la brillante idea de cargárselos en pleno viaje, peor sería el desenlace. Los SEMI llevarían inscrito en su epidermis un código cifrado, y cada código formaría junto al resto de códigos individuales una cadena indisociable que si se rompía de algún modo, del que fuese, obligaría al cohete a sufrir un desmontaje rápido no programado durante el trayecto (a tomar pol culo).

Hasta aquí todo controlado. Hablemos ahora del resto de la raza humana que soportaba estoicamente los tiempos que les había tocado vivir: los humanos impasibles que presenciaban este órdago siniestro. Los HIPOS. ¿Que podían hacer ellos en esta situación? Presenciaban ignición y destrucción día sí día también; las noches sin luna y las noches con luna llena o media luna o un cuarto de luna. Y los días de sol, los nublados, los lluviosos… sólo podían dejar de asistir a este espectáculo cuando había niebla, pero el sonido de las explosiones era el mismo. Las escuchaban aunque ya no tuvieran orejas. Y el ruido atronador de los edificios cayendo, el de las palas removiendo escombros, el de los gritos y aullidos de los seres vivos. Lo escuchaban igual.

Las estrellas allá a lo lejos parecían moverse en órbitas torcidas. Nadie sabía ya si eran estrellas o los destellos de tanta chatarra espacial. Se había llegado a tal extremo que seguro que tan sólo eran metáforas.

Uno de los HIPOS, apenas ya sin lengua, habló. Se creía un rebelde.

—Quizá ya no exista —dijo cabizbajo refiriéndose a sí mismo.
—O quizás te hayas vuelto más inteligente que nosotros —dijo otro. Sarcasmo, compasión, quién sabe.

Otro más se sentó en la tierra seca con un cuaderno. Miró al cielo. Escribió: “Todos los cohetes se parecen a lo que no queremos decir”. Luego lo compartió con el resto.

Silencio.

Otro, más allá, caminaba en círculos. No sabía si era el mismo círculo de antes o uno nuevo, pero caminaba en círculos.

Un niño dibujó un cohete en la arena. Su madre lo borró con el pie.

De pronto se escuchaba el bufido estilizado de un nuevo cohete balístico y todos miraban al unísono hacia el cielo. Como esperando un milagro. ¿Qué otra cosa se podía hacer con los ojos?

Pero los últimos HIPOS vivos, un pequeño comando de tuertos sin orejas, lograron boicotear esa gran hazaña acordada entre los TIMIR y los SEMI (ya no iban a ser los supervivientes de la raza humana, ya no llegarían a ese destino que llamaban Tierra Gemela, donde el agua no era H2O, sino XYZ y que, por lo visto, beberían igualmente sin riesgo a mutar).

El comando de HIPOS había pensado en todo, con distintos postizos fabricados artesanalmente ocultaron su condición mutilada, se infiltraron entre los SEMI e inoculado un bacilo con un sensor orgánico dentro que haría que les explotasen las meninges cuando sus cuerpos sobrepasasen los 10.000 metros altitud. Sus códigos cifrados morirían con ellos y el desmontaje no programado (la puta explosión final) sería inmediato. No ocurrió así sin embargo. No exactamente. El sensor no funcionó, pero como la bacteria era tan puñetera, uno de los SEMI, que no paraba de toser a consecuencia de una diarrea tóxica que le obligaba a apretar mucho el culo, se atragantó con una sopa de letras (también había alguna estrella) y murió asfixiado poco después de que las naves hubiesen dejado atrás la Vía Láctea. La cadena cifrada se rompió entonces sin remedio y… (tatatachán) nadie logró llegar vivo a ninguna parte.

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