Los sucesos de Valdesoto

En Valdesoto, Asturias, la sublevación del ejército nacional se aventuraba tranquila y sin demasiados sobresaltos. Sin embargo, la muerte de un alférez fue el detonante de algo bien distinto. Sucedió en 1938, cuando este militar partió del cuartel sin compañía alguna con la intención de cazar en los montes de Valdesoto. Aparecería muerto ese mismo día, con un golpe en la cabeza. Y aunque nunca se supo la causa real de su muerte, se fusiló sin juicio previo a los sospechosos, que en este caso fueron todos los habitantes de la aldea más cercana, en concreto dos familias íntegras: los Bullarungos  y los Garabuyos, sin distinción de sexos o edades. No teniendo bastante, los militares sostuvieron después que le había matado un golpe de hacha propinado por una mujer que le siguió de cerca el día de autos – al parecer porque se la tenía jurada. También fue ajusticiada, y el arma en cuestión expuesta junto al féretro el día del funeral del alférez. La mujer, la muy bruja, pariente de tal y cual, pensaron entonces algunos vecinos, fue la culpable de la muerte injusta de Bullarungos y Garabuyos; los suyos también tendrían que pagar.

El odio entre vecinos fue creciendo de esta forma, auspiciado por una propaganda grotesca que exponía hachas en los velatorios. Pero con el fin de que las muertes por revancha o por fusilamientos no generasen más problemas de los necesarios, los militares pasaron a enterrar a los muertos de Valdesoto de noche, evitando que la gente acudiese en masa al sepelio y naciese allí el germen de alguna conspiración. Años después, cuando todo parecía estar un poco más tranquilo (controlado), volvieron a practicarse los entierros a la luz del sol; pero como la represión era tan arbitraria, los amigos de los muertos ya no se atrevían a ir a los funerales para no desvelar su amistad por el difunto, y los enterramientos sólo tenían testigos militares.

En el término de Valdesoto aconteció también la penosa historia de Benino el de Faes, jovencísimo exmiliciano del Batallón Mártires de Carbayín al que cierto día, al pasar por el andén del pueblo vecino de Bendición, le dieron el alto no creyéndose que aún anduviera libre con su historial. Lo encomendaron al Cuartel de la Falange y allí, tras los interrogatorios oportunos, se le instó a que al día siguiente entregase su arma. Como no la tenía, volvió dos o tres días más al Cuartel con las manos vacías; se personaba allí y recibía amenazas cada vez más reales para que dejara su arma sobre la mesa. Finalmente, un familiar suyo compró una pistola a un falangista y se la dio a Benino. Con ella expió su «culpa» momentáneamente, pues al poco tiempo fue obligado a alistarse en el ejército nacional y moriría por enfermedad meses después de que una bala “amiga” (republicana) se alojase en uno de sus riñones.

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Tristes acontecimientos que Valentín Palacio rememoraba en la cárcel de Santoña, “tecleando” letras imaginarias y siguiendo al dedillo un manual de mecanografía. Era preciso escribir rápido, no perder la memoria. Tenerlo todo anotado en la cabeza y expulsarlo rápido por los dedos. Y salir de allí cuanto antes para escribir aquel libro-crónica de una forma perentoria, como si el presente fuese el de ayer. Porque todo pasaba ante sus ojos una y otra vez sin remedio.

Ya tenía el título pensado: “Nunca jamás” -que nada tenía que ver con el país de Peter Pan-, y cada vez “tecleaba” más rápido, clavando los dedos en aquellas teclas circulares de cartón duro e inmóviles, sujetas con pequeñas puntas a una estructura de marquetería que pretendía ser la réplica de una máquina de escribir. Una vez en libertad sentiría el gozo de las teclas de verdad hundiéndose bajo sus dedos, y el movimiento fluido del retroceso del carro, y el sonido seco de las letras golpeando el rodillo.

No hace mucho le quité el polvo al libro de Valentín. Como tiene pocas páginas y es de fácil lectura, incluso ameno (aunque esté mal decirlo), lo devoré de una sentada una vez más. Allí se da cumplido detalle de los fusilamientos “oficiales” y de los crímenes envidiosos entre vecinos que conoció siendo un chaval de 16 años. Un total de 130 víctimas directas de la guerra en su Valdesoto natal, o lo que es lo mismo: 97 familias enterrando a sus muertos en un solo término municipal.

Emplea el autor un lenguaje directo, las palabras justas, sin retórica ni apenas adjetivos. Enumera nombres y apellidos de los muertos, sus motes, su edad, los hijos que dejaron, la aldea en la que vivían. Los acontecimiento en sí los narra sin pretensiones literarias, sin metáforas ni analogías, sin ironía, casi sin rencor. Y sin embargo, tal es la naturaleza en sí de los hechos, que ciertos párrafos nos ofrecen mil maneras de leer entre líneas y dejan el poso emocional de los poemas más propios de la época: “Sobre la negra caja se rompían los pesados terrones polvorientos… El aire se llevaba de la honda fosa el blanquecino aliento” (Antonio Machado).

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