La caída

En esta parte del mundo donde pasa un barco cada mil años y el sol crea juegos caleidoscópicos en la superficie del agua, un escalofrío le recorre la espalda y le paraliza. Trata de concentrarse en su respiración. Llena y vacía los pulmones: uno, uno, uno… dos, dos, dos… a la de diez sentirá la imperiosa necesidad de saltar como si se tratase de la decisión menos importante que alguien puede tomar al comenzar el día (si el risco alcanza los 40 o 50 metros de altura, la profundidad del agua debiera ser de 20 metros, o más).

Mira hacia abajo y se ve cayendo sin remedio, con un movimiento lento y sincronizado. Lo observa todo de forma rigurosa, como haría un juez olímpico. Su cuerpo imaginado atraviesa el mar con limpieza y bajo el agua desciende con igual pericia antes de tocar el fondo de coral con la yema de los dedos.

«¡Ya es la hora! » –grita la voz otra vez. La misma voz que le abronca desde que él decidiese subirse al peñasco.

«¡¿A qué esperas?!»

Esta vez salta sin restarle importancia a la audacia, con el gesto reconcentrado -quizás porque el salto de verdad resulte mucho más primordial que el soñado. Pero la acrobacia se ejecuta idéntica a la imaginada… una y otra vez. Vuelve a verse a sí mismo fuera de sí mismo, diluyéndose en el océano por enésima vez, con una armonía excesiva y semejante a la registrada por una cámara superlenta.

Cuando llega la noche y es la luna la que se refleja en el agua, sigue cayendo al bello y oscuro abismo para llenar su eco. Sumergiendo ese cuerpo ingrávido que ya no tiene necesidad de levantarse.

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