El ruido de las moscas

Le vendan los ojos para evitar que enloquezca antes de tiempo. Le colocan un cigarrillo encendido en la boca como última voluntad.

Por un momento me abruma ese rostro inmóvil e imperturbable, tan atrayente como el mejor cebo. Me invade un sudor frío y el aire se queda petrificado dentro de mí. Puede que aún no vayan a ejecutarlo. Quizás le obliguen a comer bichos o mierda de caballo. Tal vez le vacíen una garrafa de agua podrida en el estómago…

A mi alrededor las almas pálidas se hunden en sus asientos y me miran de reojo. Mueven sus lenguas pero no levantan la voz. En la media distancia,  una linterna me deslumbra cada cierto tiempo para que mantenga cerrado el pico.

El tipo de la venda acerca el dedo índice de su mano derecha a los labios de forma totalmente inverosímil. ¡No tiene las manos atadas! -eso es lo que quiero decir-, podría quitarse la venda si quisiera, retirar el pitillo para no ahogarse con las bocanadas. Por esta regla de tres, quizás empuñe un revolver en la otra mano y dispare por doquier. Porque todo podría obedecer a una estrategia calculada para desquiciarnos…

Ese gilipollas vuelve a apuntarme con su linterna, las almas pálidas conspiran y esta vez el murmullo se asemeja al ruido de las moscas copulando. Hasta el olor pútrido del patíbulo se convierte en un tufo irrespirable a palomitas (No voy a decir que esto me decepciona profundamente. A veces se pierde el dominio de uno mismo y se nos olvida que las sombras existen aunque no se las vea -cualquiera sabría una cosa así).

El pollo de la pantalla me señala ahora abiertamente después de escupir el cigarro y chistarme.

«¡Quieres callarte de una vez, maldita sea!»

Y yo: «¡Que te den!»

Y él: «¿Bromeas? Te voy a patear el culo, amigo»

Y yo: «No tienes lo que hay que tener, ¡imbécil!»

Etc.

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