El perro salchicha, Lalo, subía las escaleras como Cristo el Monte Calvario, cargando con su propia cruz, con cierta parálisis en los cuartos traseros. Como su dueño Benjamín no podía cogerle en brazos y el ascensor brillaba por su ausencia, la selección natural le obligó a encorvarse como una longaniza para que la panza y sus partes blandas no rozasen todo el rato con los peldaños. Aquel año, las luces navideñas enrolladas en los balaustres de la escalera proyectaban sombras titilantes sobre su cuerpecillo, y tenía una tos rara, que más parecía un resuello, pero no se le oía ladrar. Benjamín tampoco hablaba mucho, más bien nada desde que le faltaba su mujer. Cojeaba de las dos piernas intermitentemente, apoyándose en un bastón que amenazaba con romperse en cualquier momento. Pero ambos no dejaban de tentar la suerte, se empeñaban en bajar y subir las escaleras (desde el piso cuarto) al menos tres veces al día: una para hacer la compra, orinar y defecar, otra sólo para orinar, al menos otra más para tomarse un coñac. Los dos con los ojillos negros y hundidos, y la misma actitud de haber sido vencidos por la vida, y con el mismo hocico inmóvil e idéntica manera de apretar los dientes.
Por la mañana temprano Benjamín tosía en el descansillo con exceso. Yo le dejaba bajar en primer lugar y le ayudaba a abrir el buzón. No hay nada. ¡Nada! Se lo repetía por segunda vez un poco más alto, pero el insistía en mirar dentro como si el vacío necesitara de su aprobación. Le sujetaba la puerta del portal y Lalo, que no podía contenerse, echaba una carrerilla hacia el árbol más próximo de la acera, lo meaba y a continuación, prácticamente en cuclillas, expulsaba con esfuerzo el pienso deglutido el día anterior. Mientras se alejaban calle abajo, los villancicos irritaban como el eco de una salmodia estúpida.
La última vez que entré en su piso, después de llamar insistentemente al timbre, Benjamín llevaba la camisa puesta al revés, carraspeaba nervioso y me invitó a pasar con una sonrisa hueca que se había quitado de en medio la dentadura. El perro se movía inquieto, en pequeños círculos, jadeando como si acabase se subir a pata el Empire State Building. Una vez más, las lentejas se habían quedado sin agua y carbonizado. Abrí las ventanas para que saliese ese humo espeso que no sólo olía a quemado, sino que se contagiaba de todos los enseres rancios, de la humedad de las paredes, y de donde demonios estuviesen los huevos podridos. Benjamín suspiró y se sentó en una vieja silla que crujió bajo su peso, y yo me quedé allí hasta que se fue disipando la humareda.
Tenía la casa llena de cosas inútiles, nunca se deshacía de los periódicos y seguía acumulando libros sin parar. Y luego estaban todos esos muebles con carcoma, fácilmente inflamables. Para colmo, había amontonado todas las fotos de él y su mujer en una esquina del salón -no supe nunca con qué propósito. En el papel mohoso de las paredes se habían quedado las marcas descoloridas, la ausencia de los marcos de fotos, la ausencia… En fin, Lalo, exhausto, se dejó caer en una esquina. El ruido de su respiración llenaba la estancia. Me pregunté entonces si era de fiar un perro viejo que no ladra nunca, que posiblemente no tuviese olfato y que en principio era el único ser vivo capaz de vigilar a un anciano solitario que cada vez echaba menos agua a las lentejas y que no apagaba el gas cuando toca. Por primera vez sentí algo que no era lástima. Creo que tenía derecho a preocuparme por mí mismo teniendo en cuenta que vivíamos puerta con puerta, pared con pared.
Al día siguiente del incidente con las lentejas, bajo las tenues luces de un belén improvisado en el portal, vi en los ojos de hombre y perro la misma actitud seca y orgullosa. Al abrir el buzón había una felicitación navideña a nombre de Benjamín. Cogió la cuartilla con mano temblorosa y la leyó con gesto contrariado: «Amigo Benjamín, revive el significado de tu Navidad. Pide los deseos que quieras. Círculo de Lectores los tiene para ti».
Llegó la Nochebuena. Afuera, los vecinos se saludaban con bolsas llenas de regalos. La vecina del primero repartía polvorones en un plato de plástico. Yo salí de casa con una caja de bombones que llevaba semanas en mi despensa. Cuando Benjamín me abrió la puerta, iba vestido correctamente aunque estaba descalzo. “No era necesario”, me dijo con la voz tomada y de forma inexpresiva. Dejó la caja en la mesa del salón, junto a un belén de cerámica al que le faltaba el niño Jesús. Lalo me observaba desde un rincón con su respiración lenta y pesada.
Me quedé un rato. La televisión emitía un especial navideño, familias felices abriendo regalos bajo árboles llenos de adornos. Benjamín sacó dos vasos y una botella de coñac medio vacía. Bebimos en silencio mientras me examinaba incisivamente, casi de forma ofensiva, creo que olfateándome. Al rato, aseguró que yo me haría cargo de Lalo. En su opinión, yo era la persona más idónea. No había duda.