Prosperidad

Zapatos cubiertos de barro seco, anorak mugriento, barba selvática/oscura.

Se sienta. En las rodillas un libro antiguo de pastas cuarteadas. Lo abre sin ningún cuidado y me mira sin compasión.

(H)Oj(as)os amarillent(as)os/encarnizad(as)os.

Mi presencia le perturba/incomoda/jode. Le resulta patético lo que hago: escribir sobre él en mi móvil.

Se coloca unas gafas rayadas/veladas/gruesas para leer. Al instante un clamor mudo/tedioso se va propagando en el aire y alcanza a todos los que son capaces de batirse por un ideal, a todos aquellos que trabajan por el bien del país, a todos los que intentan que esta mierda siga adelante. La mirada negra-no-sólo-oscura, criminal-más-que-siniestra, poderosa-de-tanto-malgastar-las-horas es capaz de cambiar el destino del vagón tan sólo con concentrarse en la lectura. Es por eso que transcurre una eternidad y seguimos atravesando el túnel hacia ninguna parte. Nadie se aferra con más seguridad a las barras, nadie inclina su cuerpo poco a poco siguiendo la inercia, no hay ninguna clase de traqueteo, sólo ese clamor mudo/tedioso que se ha soldado a la superficie de todo. Es la velocidad más lenta que pueda imaginarse, como un sueño frenético en el que las piernas no nos obedecen. Quizás sea su voluntad la que nos ha conducido a este trance. Es posible que la monotonía de su lectura nos haya confinado en un mundo paralelo. Incluso ha desaparecido ese olor a culo lleno de mierda que todos los días atraviesa mi mascarilla con seis filtros de carbón activado.

Fantaseo entonces con una idea: logro ponerme en pie, extiendo el brazo derecho y con mis dedos, delicadamente, retiro la colilla que se esconde en sus barbas enmarañadas/grasientas/sucias. Porque su condición de indigente/sintecho ya no me parece tal cosa aunque tenga la piel más reseca que la lija, o las uñas igual de largas y negras que hace un rato. La inopia absoluta me ha suspendido en su misma escala y la ruina nos iguala.

«Próxima estación: Prosperidad»

Se rompe el hechizo con la voz grabada de la megafonía. Prosperidad resulta un sustantivo demasiado idóneo para este relato. Pero es cierto (y real, y verdadero). El tren hace entrada en (la) Prosperidad y él no se apea. En realidad, nadie se baja en Prosperidad. Ni un alma. Quizás por este mismo motivo sea un buen título -lo apunto en el bloc de notas de mi móvil.

Transcurren las paradas y, aunque la normalidad y el traqueteo vuelven a respirarse, él permanece inmóvil como una estatua dedicada al lector absorto del Metro.

«Próxima estación: Esperanza», tampoco se baja (nadie).

«Próxima estación: Canillas».

Cierra el libro con un golpe seco. Se quita las gafas y las aprieta en el puño como un pajarillo. Con la otra mano se aferra al incunable. Es entonces cuando me percato de la sorprendente inscripción de la cubierta… Aunque no tenga nada de metafórico, ni venga al caso, ni yo pretenda disculparme por no tener nada más apropiado que incluir aquí, ni nada más estimulante que refuerce el sentido de lo que pretendo transmitir -aún a sabiendas de que ni siquiera esto tengo claro-, se trata, digo, de Doctrinas prácticas del Padre Pedro de Calatayud. Tomo segundo.

Un volumen que, una vez en casa y tras realizar ciertas consultas, puedo describir de manera más profunda.

(Vuelve a fusilarme con sus ojos encarnizados).

No es que sus pastas estén «cuarteadas», ni sus hojas «amarillentas». Eso es mera apariencia. Resulta que el polvo, los hongos y los deshechos de los insectos están «entrañados» en los materiales y son fuente de alimento para todo tipo de organismos. No en vano su antigüedad se remonta al siglo XVIII. Se escribió 18 años más tarde que otro clásico de este mismo autor: Incendios de Amor Sagrado, y respiración amorosa de las almas devotas con el Corazón de Jesús su enamorado, de 1735.

No sé muy bien por qué cito esto. Es sabido que el documentarse demasiado suele arruinar la frescura de los relatos inspirados en circunstancias cotidianas y encuentros fortuitos. Pero no puedo evitarlo; siempre abuso de estos incisos. Añadiré para colmo que el ejemplar que devora sin piedad este organismo multicelular -cubierto con anorak mugriento- fue editado en la imprenta de La Congregacion de la Buena Muerte.

Punto y aparte.

Las puertas correderas cerradas a presión se abren con la fuerza de la liberación, aunque no sea más que para mostrarme el rótulo con ese vocablo tan antiliterario: Canillas.

Mi amigo me lanza una última ojeada despectiva/dura («Tu semblante ha de ser poderoso contra los malignantes» *leído en internet, escrito por el Padre Pedro). Quizás lo malinterprete y se trate de un vistazo circunspecto/serio, atento a las enseñanzas del religioso: «a veces parece mejor lo que se concibe o piensa que el estrépito de las palabras». Sale del vagón y una multitud se lo lleva por delante. Lo pierdo de vista. Podría haber corrido tras él en busca de nuevas metáforas, un juicio más justo de su persona y un final quizás más sorprendente/adecuado. Pero me vuelvo cada vez más perezoso en estos asuntos: tener que caminar con sigilo, tropezándome con los cuerpos de la gente, rozándome con ellos, sintiendo el alma de todos ellos dentro de mí…

En fin. Su sitio se quedó vacío y me reflejé en el cristal. La mascarilla ocultaba mi barba de diez días con aspiraciones a barba tipo cola-de-pato. Me dolía el cuello y tenía la vista demasiado cansada para seguir escribiendo. Me quité las gafas-de-pasta-para-cara-alargada y al levantar la vista sorprendí a medio vagón observándome, como si buscase la compasión que ellos ofrecían para sentir(me)se mejor.


Prosperidad – (c) – Ramón Molleda González

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