Harto de dar vueltas con su bote a lo largo y ancho de aquel lago (quieto y sombrío como un gato negro de porcelana), el pescador atraca en la orilla. La luz de la tarde es tan cenicienta que apenas se intuye la posición del sol. Resulta abrumadora la espesura en la orilla, pero sin brillo alguno, como el cortinaje del salón de una mansión en ruinas tras el que asoma un jardín abandonado a su suerte y maléfico. Adentrarse en este territorio sería muy temerario por su parte, así que se baja del bote y sin moverse apenas un palmo deja el cubo (vacío) de las capturas lo más cerca posible. Acto seguido lanza el gusano clavado al anzuelo y suelta carrete. Espera durante casi una hora antes de recoger el sedal con un montón de nada. Las picadas ausentes, el gusano muerto del todo, el anzuelo con principios de oxidación, la barca en la orilla como un gran cuerpo inerte, el cielo ya tan oscuro, el lago pasmoso reflejando la noche más absoluta, sin brillo, sin estrellas…
Emerge de pronto una colosal cabeza de las aguas y es fácil adivinar sus contornos a pesar de la oscuridad. Los párpados grandiosos se abren dejando a la vista dos globos oculares que resplandecen con la misma intensidad de dos lunas. El pescador busca la forma de subirse de nuevo al bote, pero una descomunal mano (esquelética) sale del fondo del lago y se lo impide. Sujeta la carpa más inmensa que el pescador haya visto nunca. Sus escamas parecen plata, por momentos se tiñen de color cobalto… Una voz atronadora habla desde la cabeza del lago para formular una pregunta: «¿Es esto lo que andas buscando?
El pescador sabe que le toca responder, pero no logra articular palabra. Con todas sus fuerzas trata de despertarse del sueño antes de que sea demasiado tarde, pero no lo consigue y se ve arrastrado por una espiral de dolor hacia los dominios de ese pescador universal que guarda con celo sus presas en un saco de tela de tamaño indecible, sin intención alguna de devolverles a la vida más tarde.