Manifestación artística

Aquel avión transportaba doscientos kilos de billetes de cien dólares, unos ochenta de joyas, incluyendo diamantes de veinte quilates, y demasiados documentos (comprometedores) con destino a un banco de Ginebra. El aparato también trataba de cruzar el charco con cien vidas humanas y mil relojes Rolex® (diez por barba) que marcarán para siempre la hora del fatal accidente (aunque no con más exactitud que si fuesen Casio). Ese profundo desdén, el que se adueña de las mercancías hundidas en cualquier circunstancia, es mayor aún cuando se trata de alhajas que dan su vida para que las personas ya no valgan un duro (a la inversa también puede ser cierto). Es por eso que las víctimas (Dios nos perdone) no nos importan demasiado en este relato. Ni siquiera por el hecho de que su muerte pueda entenderse como un concepto artístico: una performance mórbida con todo el dinero del mundo flotando entre los cadáveres, y los respaldos en posición vertical para evitar las lesiones de espalda, y los cuerpos antagónicamente quebrados con la carne hinchada y desmembrada, sujeta a duras penas por los cinturones de seguridad. Figuras empujadas al vértigo de seguir agonizando a pesar de estar muertas (como lienzos de Bacon), sin posibilidad alguna de que  los sónares localicen la ubicación exacta en la fosa oceánica donde yacen para siempre.
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El caso es que también viajaban en el avión dos obras de arte magistrales. Una de ellas (atribuida a un artista inmortal cuyo nombre termina en ***) ha pasado a engrosar el Gran Museo de los Fondos Marinos. La otra es una obra anónima que en los registros de embarque figuró como Escultura número uno. Nada se sabe de el/la artista y la dirección de entrega resultó ser falsa (ya que no existe en Ginebra una calle con nombre en cirílico). Hay quien sostiene, sobre todo los profesionales esotéricos, que esta misteriosa obra está entre las causas del accidente aéreo, como si su simple presencia en la bodega del aparato hubiese desencadenado la catástrofe (ya se sabe que todos los días suceden en el mundo cosas que no se explican por las leyes que conocemos de las cosas, dijo el poeta). En fin, digamos que los contenedores de carga valiosa tienen las paredes muy reforzadas, y que todo resulta excesivamente «reforzado» cuando se ha hundido en la zona abisal del Atlántico Norte; no es verosímil por tanto (aunque a la postre resultase cierto) que un cofre de grandes dimensiones lograra emerger desde las profundidades y que, después de ser vapuleado por los temporales, recalase en una isla (como en los relatos de náufragos) y rompiese su cascarón en la costa cercana a Ponta Delgada en presencia de una decena de surfistas que no daban crédito a semejante aparición. La Escultura número uno se liberó de su contenedor así, de repente, cuando éste se deshizo en mil pedazos como por arte de magia.

A diferencia de las antiguas tallas de madera y vírgenes de toda condición que los marineros han rescatado en el mar, procedentes de troncos secos y bien curados, nos encontramos aquí con una estatua que si bien representa a una mujer no podemos asegurar que sea virgen. Además, está moldeada en resina plástica, un material soez que ha llegado a ser constitutivo de los océanos, de nuestras células y hasta de nuestros deseos de transcendencia; siendo, para colmo, un gran detonante de futuras pandemias zoonóticas  (permítanseme estas licencias para situar la obra en su contexto). La escultura, a diferencia de las policromías clásicas, no se conforma con un gran trabajo en las carnaciones ni con el embellecimiento conceptual, sino que ambiciona el hiperrealismo más absoluto. Representa una joven azafata que sujeta una bandeja con varias copas de Champagne (los entendidos en la materia, y tras un minucioso análisis de la forma de las burbujas –aunque sea difícil de tragárselo- sugieren que se trata de Cristal 2002 de la casa Louis Roederer, con notas florales y aromas de avellana tostada, cacao y cítricos confitados; particularmente «picante»).

Una azafata «objetualizada» de ejecución brillante en los detalles: la manicura de sus uñas, el maquillaje rosa pálido de su rostro, el cabello oscuro supuestamente teñido ( muy logrado precisamente por la sensación que nos suscita de que no sea su color natural de pelo), el birrete con su escudo y remates dorados, los pliegues sedosos del uniforme, el pañuelo plisado en el cuello, los zapatos con tacones altos capaces de soportar erguido todo el peso de la obra, etcétera, etcétera. Su ojos (como es lógico) no se ven alterados cuando le clavamos los nuestros. Y después de apartar la vista con pudor, al volver a recaer en su mirada persiste en su actitud. Es una mirada plena, definitiva, entrañable, benevolente, misericordiosa, paterna, evangélica, colmada de adjetivos mesiánicos. Si no fuese por su sonrisa extrema de azafata (nada enigmática y por tanto «antigiocóndica»), y esa pose sensual que nos acerca la copa, nunca tendríamos la calma y el buen humor que como «pasajeros» necesitamos.

Ahora cabe preguntarse hasta qué punto esta forma suya de estar en la historia es fruto de un plan preconcebido, o si el azar de un accidente aéreo es capaz de forzar casualidades de semejante naturaleza (o si soy yo el que se está inventando todo esto con una intención desconocida). En qué momento pudo esta azafata «aspirar» a un destino artístico; cómo pudo cobrar vida de forma tan inverosímil; por qué ejerce ahora ese liderazgo ontológico, etcétera, etcétera. «En el principio» cayó del cielo (amén), después emergió de los fondos marinos, fu rescatada por surfistas (pescadores de olas), y durante tres meses estuvo recluida en un pequeño sótano del ayuntamiento a la espera de que alguien (o algo) la reclamase. Es curioso cómo por espacio de todo este tiempo el anticiclón se quedó muy quieto en las Islas Azores, a pesar de lo cual nadie asignó poderes sobrenaturales a la azafata de plástico, ni nadie lloró su pérdida cuando un coleccionista de arte (que había leído acerca de esta misteriosa obra y su posible procedencia del último accidente aéreo en la zona) pagó un precio simbólico (pero nada despreciable) al gobierno portugués.

A día de hoy, la obra ya ha visitado los muesos y galerías de medio mundo y un crítico reputado ha llegado a escribir: «Así como el arte es la expresión más elevada de nuestras emociones, que una azafata de goma sea la única superviviente de un accidente aéreo es la forma más elevada de rizar el rizo». Al igual que los esotéricos, los críticos en su conjunto dejan caer la duda de lo indecible sobre esta manifestación artística, como si el/la artista hubiese contemplado ese desenlace antes de embarcarla en el avión. Todo atiende, dicen, a la conocida teoría de las-esculturas-que-están-a-un-paso-de-no-ser-ciertas. Pues como el arte se ha racionalizado en exceso, asociamos a nuestras ideas de lo desconocido los cómodos supuestos de nuestras nociones ya conocidas; incluso ante la falta de sentido de la obra. Por eso necesitamos, en su opinión, auxiliares de vuelo que nos mantengan embriagados/as con caldos pretéritos. Capaces también de cubrirse la cara cuando algo les avergüenza o de acomodarse la falda cuando se sientan en el reservado. Hasta el punto de confundir sus rasgos físicos inmutables con la vida misma.
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Aparte de sufrir accidentes de avión, las obras de arte también son víctimas de crímenes atroces como el que perpetró un hombre armado con un cúter en  Manifestación 4 (un óleo sobre lienzo muy popular que simula(ba) una cárcel de barrotes rojos). A continuación mutiló, más si cabe, la fotografía de un adolescente negro linchado por el Ku Klux Klan en 1955. Y justo después ( o antes, en esto hay discrepancias) de seccionarle los tacones a nuestra querida azafata, cuyo cuerpo «objetualizado» se precipitó fatalmente contra el suelo de un archiconocido museo cuyo nombre no viene al caso. Quién consumo el crimen fue para algunos «un hombre sin techo con trastornos psiquiátricos». Para otros, «un desequilibrado sin afán contestatario, pues no formuló ninguna reivindicación antes de pasar a disposición judicial». Pero sí habló para sí mismo aunque nadie le escuchara, aclarando su renuncia explícita a cualquier obra contemporánea de aspiraciones bípedas: «Existen claramente otras formas de belleza y otras fuentes de placer que las esculturas sexualizadas orientadas al placer ocular -siempre masculino, como es sabido». Musitaba frases incoherentes con esa lucidez intrínseca que sólo muestran los solipsistas que blanden el puño ante cualquier amenaza. Hablamos de un reaccionario que odia las exposiciones colectivas, sobre todo las que se hacen en nombre de las vanguardias, y odia por lo mismo el espectáculo que se reparte en franquicias, y el auge de bienales y trienales, y cualquier vulgaridad de los hechos. Y lo odia, en el fondo, como odia cualquier manifestación de sí mismo cuya mesura semiótica no sea lo suficientemente veraz. Sufre una enfermedad «hermenéutica», podríamos decir, que comenzó en su adolescencia, cuando era un muchacho de salud débil que padecía insomnio y sufría (un par de veces a la semana) graves ataques de angustia acompañados de alucinaciones. Porque la sordidez de la realidad no podía evadirse con mentiras, el diablo le recordaba: «¡Ya eres nuestro! »  y él se sentía arder. Años más tarde comenzó a desnudarse en público porque el fuego del infierno no llegaba hasta él cuando estaba desnudo.

A los pocos días de su detención, saldría a la luz una parte de su pasado un tanto paradójica aunque sin mayor importancia para las pesquisas o la restitución del daño causado. Al parecer, antes de que perdiese la razón (ofuscado por la idea de que no era más que un impostor) perteneció a una cofradía cuyo Cristo crucificado cedió ante la ley de la gravedad y dejó la cruz erguida pero huérfana, con dos agujeros equidistantes que, bien mirado, eran una auténtica obra de arte nihilista. Igual que los tacones seccionados de la azafata, ridículamente pegados al suelo frente al cuerpo vencido por su propio peso. «Así es como el arte se arroja a los pies de su público», escribió un periodista con cierto tonillo iconoclasta. Las fotos y radiografías de los restauradores lo confirmaban. Se había roto la columna, había grandes daños en la policromía que golpeó el suelo, perdió las puntas de los dedos de los pies y sufrió serios golpes en los dos talones, los gemelos y la primera falange del dedo meñique de la mano izquierda (hablo del Cristo, perdonen posibles confusiones ante mi idea deliberada de mezclarlo todo). La cofradía denunció entonces a los restauradores oficiales del Ministerio de Cultura por realizar fotos «impúdicas» de las imágenes sacras. Nuestro «desequilibrado» particular habló ante las cámaras de una cadena local. Dijo que las fotografías eran «desasosegantes, escabrosas, e hirientes»  para la hermandad, y que no podían circular libremente por atentar contra los sentimientos religiosos (ese tipo de sentimientos que muchos no tienen porque, como digo el poeta, no se tiene fe con la razón).

Esta historia no estaría completa sino hiciésemos mención de otro hecho pertinente; relativo a la malversación de caudales públicos, prevaricación, falsedad en documento oficial y, también, «realización post mortem». Hablamos de un caso excepcional en el que estuvo directamente implicado un exministro español, miembro de honor de la Hermandad del Cristo Caído, que incluso en una ocasión llegó a mantener una conversación con el «sin techo solipsista» acerca de arte sacro en las crucifixiones del Barroco. Este alto cargo, que en todo momento se guió por la política de la convicción (tal y como la definió Max Weber) ordenó comprar con caudales públicos meras reproducciones de los lienzos de un pintor mundialmente conocido, ya fallecido por aquel entonces (cuyo nombre termina en *** y cuyo lienzo más laureado se hundió, como ya se ha dicho, en el Atlántico Norte). El ministro acudió a Nueva York personalmente para pujar en la subasta de la mejor obra de este artista. Después se embarcó en el avión siniestrado junto a su adquisición, mostrando sonrisa profidén a las azafatas y tonteando con ellas rumbo a Suiza.

Y todo esto con el beneplácito del expresidente del Gobierno, gran admirador del artista por su impronta en la cultura nacional, que continuaría con la orden de seguir fabricando cientos de reproducciones después de la muerte de su ministro, con el agravante de convertir en gigantes y desmesurados los lienzos originales, mucho más modestos. Los infractores actuaron según esa máxima que dice: peor es la obra que no se haga nunca. La que se hace queda hecha y punto.


Manifestación artística – (c) – Ramón Molleda González

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