Manifestación artística

El profundo desdén que se adueña de las mercancías hundidas en los océanos es mayor cuando se trata de alhajas que dan su vida para que las personas ya no valgan un duro (a la inversa también puede ser cierto). Todo el dinero del mundo flotando entre los cadáveres, los respaldos en posición vertical para evitar lesiones de espalda en vano, los cuerpos quebrados con la carne hinchada y desmembrada, sujeta a duras penas por los cinturones de seguridad.

Aquella aeronave transportaba kilos y kilos de billetes de quinientos, miles de joyas y demasiados documentos (comprometedores) con destino a un banco de Ginebra. Y cien vidas humanas y mil relojes Rolex® (diez por barba) que marcarán para siempre la hora del fatal accidente.

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El caso es que también viajaban en el avión dos obras de arte. Una de ellas, de un gran retratista cuyo nombre termina en ***, ha pasado a engrosar el Gran Museo de los Fondos Marinos. La otra es anónima y logró sobrevivir. Figuró en los registros de embarque como Escultura número uno y su cofre contenedor emergió de las profundidades. Tras ser catapultado por mil temporales arribó a una playa de las Azores.

A diferencia de las antiguas tallas de madera y vírgenes de toda condición que los marineros han rescatado en el mar, la Escultura número uno representa a una mujer que no podemos asegurar que sea virgen ni que sea de madera. Está modelada en resina plástica y no se conforma con buenas carnaciones ni con el embellecimiento conceptual. Ambiciona el hiperrealismo más absoluto en la manicura de sus uñas, el maquillaje rosa pálido de su rostro, la cofia con su escudo dorado, los pliegues sedosos del uniforme, el pañuelo plisado en el cuello, la bandeja con un par de copas de Champagne Cristal 2002 de la casa Louis Roederer. Además, los zapatos con tacones altos son capaces de soportar erguido todo el peso de la obra, mientras que sus ojos se encargan de mantener el peso emocional con todo detalle. Es una mirada plena, definitiva, nada entrañable ni benevolente. Si no fuese por su sonrisa pícara y «antigiocóndica», nunca tendríamos la calma y el buen humor que como «pasajeros» necesitamos.

Durante tres meses la escultura permaneció recluida en un pequeño sótano del ayuntamiento de Ponta Delgada a la espera de que alguien la reclamase. Durante todo este tiempo el anticiclón no se movió de las Azores; a pesar de lo cual nadie asignó poderes sobrenaturales a la azafata. Tampoco nadie lloraría su pérdida cuando un coleccionista de arte pagó un precio simbólico al gobierno portugués.

A día de hoy, la obra ya ha visitado los museos y galerías de medio mundo. Un crítico reputado ha llegado a escribir de ella: «Así como el arte es la expresión más elevada de nuestras emociones, que una azafata de goma sea la única superviviente de un accidente aéreo es la forma más elevada de rizar el rizo». Todo atiende, dice, a la conocida teoría de las-esculturas-que-están-a-un-paso-de-no-ser-ciertas; una muestra más de que el arte se ha racionalizado en exceso, asociando nuestras ideas de lo desconocido a los «cómodos supuestos» de lo ya conocido. Por eso no viene mal, en su opinión, que las auxiliares de vuelo nos mantengan embriagados/as con copas de Champagne francés. Ahí radica el mérito de esta «Manifestación artística».
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Pero además de sufrir accidentes de avión, las obras de arte también pueden ser víctimas de crímenes atroces, como el que perpetró un hombre armado con un cúter a Manifestación 4 (un óleo sobre lienzo muy apreciado que simula(ba) una celda de barrotes rojos y gualdos). A continuación mutiló, más si cabe, la fotografía de un adolescente negro linchado por el Ku Klux Klan en 1955. Justo después (o antes, en esto hay discrepancias) de seccionarle los tacones a nuestra querida azafata y de que su cuerpo se precipitase contra el suelo de un archiconocido museo, mientras el autor de tal disparate blandía el puño en alto.

Según los medios se trataba de «un hombre sin techo con trastornos psiquiátricos y sin afán contestatario, pues no formuló ninguna reivindicación antes de pasar a disposición judicial». Pero aunque nadie le escuchara, siempre musitaba para sí el rechazo que le provocaba cualquier obra contemporánea. Hablamos de un reaccionario que odia las exposiciones colectivas, sobre todo las que se hacen en nombre de las vanguardias; y odia por lo mismo el espectáculo que se reparte en franquicias, y el auge de bienales y trienales. Y lo odia, en el fondo, como odia cualquier manifestación de sí mismo cuya mesura semiótica no sea lo suficientemente veraz. Podríamos decir que sufre una enfermedad «hermenéutica» que comenzó a fraguarse en su adolescencia, cuando cambiaba de color como un camaleón leyendo los textos sagrados. Ya entonces era un muchacho de salud débil que padecía insomnio y experimentaba graves ataques de angustia acompañados de alucinaciones.
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A los pocos días de su detención saldría a la luz una parte de su pasado un tanto paradójica. Al parecer, antes de que perdiese la razón, perteneció a una cofradía cuyo Cristo crucificado cedió ante la ley de la gravedad. La cruz se mantuvo erguida pero el crucificado acabo por los suelos.

«Así es como el arte se arroja a los pies de su público», escribió entonces un periodista con cierto tonillo iconoclasta.

Pero las radiografías confirmaban que no era una broma, que la imagen se había roto la columna. También padeció grandes daños la policromía, se perdieron las puntas de los dedos de los pies y sufrió serios golpes en los dos talones, los gemelos y la primera falange del dedo meñique de la mano izquierda. La cofradía denunció entonces a los restauradores oficiales del Ministerio de Cultura por realizar fotos «impúdicas» de las imágenes sacras. Nuestro «desequilibrado del cúter» habló ante las cámaras de una cadena local. Dijo que las fotografías eran «desasosegantes, escabrosas, e hirientes» para la hermandad, y que no podían circular libremente por atentar contra los sentimientos religiosos (ese tipo de sentimientos que muchos no tienen porque, como dijo el poeta, no se tiene fe con la razón).

Esta historia no estaría completa sino hiciésemos mención de otro hecho pertinente, relativo a la malversación de caudales públicos, prevaricación, falsedad en documento y «realización post mortem». Nos referimos a un caso en el que estuvo implicado un exministro español, miembro de honor de la Hermandad del Cristo Caído, que incluso en una ocasión llegó a mantener una conversación con el «sin techo solipsista» acerca del arte sacro en las crucifixiones del Barroco. Este alto cargo, que en todo momento se guió por la política de la convicción (tal y como la definió Max Weber), ordenó comprar con caudales públicos todos los lienzos posibles de un artista español, un retratista admirado mundialmente cuyo nombre termina en *** y cuyo lienzo más laureado desapareció en el Atlántico tras un accidente aéreo.

El exministro en cuestión acudió a Nueva York personalmente para pujar en la subasta de la mejor pintura del artista, que como toda su obra era una especie de reformulación de las Meninas de Velázquez (mujeres muy poco alegres que posaban con mucho recato, apoyando con dulzura sus manos sobre las faldas abultadas). Con el lienzo en su poder debidamente embalado, se embarcó en el avión siniestrado presumiendo en todo momento de sonrisa profidén ante una auxiliar de vuelo que, a su vez, le cautivó con su expresión sagaz. Ambos tontearon rumbo a Suiza.
Este tipo de operaciones de mecenazgo tan inapropiado contaron siempre con el beneplácito del Presidente del Gobierno, gran admirador del artista por su impronta en la cultura nacional. Así que tras la muerte de su ministro ordenó que se continuaran fabricando réplicas de mujeres tristes y recatadas; con el agravante de convertir en gigantes y desmesurados los lienzos originales, mucho menos pretenciosos. Grandes caudales de dinero público pagaban a los empleados de los talleres -tan artísticos como clandestinos.

Todos los integrantes de la trama delictiva actuaron según esa máxima que dice: peor es la obra que no se haga nunca. La que se hace, queda hecha y punto.


Manifestación artística – (c) – Ramón Molleda González

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