Querido Franz, me fugo de Viena en sueños, huyo hacia la pequeña buhardilla en la que me parió mi madre y en la que ahora no podría ni ponerme de pie. Sueño con Bonn y con nuestros inocentes juegos de infancia. Pienso en ti y en los viejos amigos, escucho con claridad y agrado el gallo del señor Frei y las monsergas de la señora Bauman. Todo es bastante plácido mientras duermo. Ni siquiera le reprocho a mi padre las interminables horas que pasé frente al piano, ni los duros castigos a los que me sometió para corregir mi talento. Ahora sé que un hombre siempre quiere lo mejor para sus hijos aunque sea a costa de su propio carácter.
Leo en la prensa burguesa demasiadas cosas sobre mí que son también un castigo. No hace mucho escribían que mi obra se engrandecía según avanzaba mi sordera, que la música brotaba a raudales en la oscuridad de mi silencio. Hoy citan con demasiados detalles la dejadez y el abandono en el que me encuentro. Aseguran que tengo frecuentes accesos de ira. Ahondan en mi soledad y buscan los testimonios más fraudulentos sin referencia alguna a los zumbidos y silbidos que me atormentan a cada segundo. Sabes que hace tiempo que escondo mi condición, que me resulta tan intolerable que me griten como que me hablen suavemente, que no pudiendo escuchar las palabras me esfuerzo en leer los labios para acertarlas dentro del tono de la conversación. Hace poco más de un año se atribuía mi falta de diálogo a mi carácter distraído, pero en los últimos meses he tenido que evitar toda reunión social porque me es imposible decirle a la gente que me hable más alto. Además, han comenzado a acorralarme sin piedad con sus preguntas anotadas en cuadernos, obligándome a disertar a todas horas para complacerles.
Este oído absoluto que dicen que tengo no es para mi ninguna virtud, sino una terrible desgracia que me golpea como un martillo en todo momento. Los pitidos son cada vez más intolerables y el ruido ha vencido a la música por completo. En mi ultima aclamación pública tuvieron que tirarme de la levita para que viese con mis ojos los vítores que no podía oír por más que me esforzase.
Querido Franz, ya sé que en mi última carta te decía convencido que agarraría al destino por el cuello y lo desafiaría heroicamente, pero la vida es más poderosa y ha sido el destino el que me ha cortado el aliento. Me mudo de domicilio constantemente en busca de un silencio que ya no existe, acumulo toda serie de cosas sin ningún orden, a veces tardo un día entero en encontrar mis partituras. Despido a mis sirvientes, espanto a mi familia. Me miro en el espejo y mi rostro es cada vez más sombrío.
Siento hablarte con claridad, pero tú sabes que no soy de los que encuentra placer en alardear de sus sentimientos, que tampoco pretendo castigarte con mis sufrimientos, que ni siquiera quiero entristecerte. Es sólo que eres la única persona a la que puedo escribirle con sinceridad, una persona a la que espero encontrar al alba, en una nueva infancia, en un mundo sin aplausos en el que no haya que enderezar el talento ni llevarlo consigo para siempre.
Mi querido amigo, espero verte pronto.
Ludwing van Beethoven