La vida extra

El insomnio me domina con placer y me incita a creer que todo lo que pienso es una analogía de las cosas que aparecen en los sueños que no llego a tener. Hasta el punto de que todo existe bajo el velo de un antifaz para dormir que bloquea la luz, hace que me relaje, que produzca melatonina y que no me levante con los ojos hinchados. La noche es para mí un cielo del que se han caído todas las estrellas sin que haya podido rescatar ninguna; ni siquiera pulsando la X puedo atrapar las fugaces que atraviesan el firmamento (por eso nunca hay fragmentos de astro a mi alrededor).
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Aquel día mis pensamientos quedaron interrumpidos por el quejido de las gaviotas. Abrí mis ojos hinchados y las vi revolotear hambrientas sobre mi cabeza. Volví a cerrar los ojos y sus alas se petrificaron de repente, como si hubiesen recibido un disparo insonoro o sufrido una repentina incapacidad para seguir volando. Caían a plomo sobre la arena, una tras otra, con golpes secos y fatales que quebraban sus cuerpos. Casualmente, el día anterior los servicios de limpieza del ayuntamiento retiraron en esa misma playa diez aves palmípedas que se sospechaba habían sido envenenadas. Abro paréntesis (mientras unos imaginamos que soñamos, otros actúan siguiendo las normas de nuestros pensamientos) cierro paréntesis.

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Cuando la canícula nos ahoga podemos llegar a presentir la tormenta que comienza como una vaga brisa nacida de nuestros pensamientos, de nuestros inconfesables deseos, de nuestros sueños no tenidos, etcétera.

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Era temprano y aún había muy poca gente en la playa. Una joven pareja clavaba una sombrilla con la saña que emplearían para matar a un mamut; al lado una niña embadurnaba de crema solar a sus muñecas tendidas en la toalla y unos metros más allá, un tipo gordo y peludo, abierto de piernas y brazos y hundido en la arena varios centímetros (como si se hubiese caído de un avión), dormía la mona balbuceando ronquidos con tres tipos de frecuencia (además, se tiró un pedo a mi paso). El calor ya era extremo y lo aplacaba todo: las brillantes muñecas, los pocos humanos que habitaban la playa sórdida y roncaban sobre una tumba de plumas de gaviotas, (el pedo), la amenaza no sólo de la tormenta en ciernes, sino de la enfermedad sinuosa que se propagaba con sólo olernos el miedo -esa que nos hacía imaginar la asfixia echándonos la mano al pecho en un millón de ocasiones.

Me di bastante prisa para atravesar la playa y alcanzar el extremo más próximo a los acantilados jurásicos. Consulté el móvil instintivamente y la aplicación del tiempo seguía pronosticando tormenta para las seis de la tarde (así que cuando antes de dije que la presentía no era del todo cierto; los presentimientos en estos asuntos se han quedado más anticuados que la mística del Cardenal Cisneros). Esa «vaga brisa» literaria y premonitoria, que ahora cito con comillas españolas, fue en realidad una incipiente colisión de masas de aire; la antesala de un tormentón de tal magnitud que no podía ser intuida por las mentes –ni siquiera por las que saben interpretar los isogramas. Los smartphones sólo advertían de la tormenta (una nube y un rayo) y de la perdida repentina de unos diez grados centígrados.

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A veces los pronósticos son como lo sueños: difícilmente se cumplen o lo hacen de una manera radicalmente inesperada. Antes de decidir el final yo había pensado iniciar este relato de la siguiente forma: «A menudo todo parece perdido. Aquel día, la presencia todavía oscura del amanecer lo llenaba todo de extrañeza y distancia, pero antes incluso de las diez de la mañana la luz poderosa del sol comenzó a someterme sin piedad, la playa quedó suspendida en el aire como un espejismo, etcétera, etcétera».

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Hacia las doce de la mañana el día se detuvo. Las lanchas echaron el ancla en un mar inmóvil y la playa se infestó de seres. A esa misma hora conseguí acceder al farallón que durante la marea baja está unido a la costa por una vía bastante puñetera. Luego escalé la roca de pizarra quebradiza que se iba deshaciendo en mis guantes cuando me aferraba a las fisuras (mutilando un poco más esa silueta totémica parecida al cuello y la cabeza de un pelícano). Tras un chasquido brutal, supe que me había fracturado un dedo por el estrés de la escalada. Grité, pero no lo suficiente. En el último tramo tuve que ayudarme de mosquetones extras, grapas y un cable de acero instalados allí desde hacía décadas. Una vez arriba me abrí paso a través de una maleza de helechos hasta alcanzar un bosquecillo de cedros enanos. Al asomarme al que llaman el Mirador del Inglés (en el pico del pelícano), sufrí el deslumbramiento que sufren los místicos, la fascinación de mirar al sol de frente y comprobar que todo a mi alrededor ardía en una gran hoguera final. Cerré los ojos y me dejé caer (evoqué otra vez esa sensación de mi cuerpo rompiéndose en mil pedazos contra las rocas del talud). Cuando volví a abrirlos recobré el aliento y sentí que nacía después de haber muerto, que sólo me dolía el dedo roto, que me erguía de nuevo en el risco más alto de aquel farallón venerado por los pueblos antiguos.

La calima circundante enmarcaba la playa como si fuese un efecto fotográfico, como un anillo de bordes evanescentes con una nitidez asombrosa en el centro. No exagero cuando digo que se podía apreciar con los prismáticos el ligero peso de los senos (tetas) y los penes (pollas) en continuo vaivén (los cuerpos colisionaban sin siquiera rozarse, como masas de aire).

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Alguna frase suelta de mi primera idea de relato:

«El ser humano quiere ser como la misma arena, igual a sí misma e infinita». «De la mayoría de las escenas de mis no-sueños no puedo ofrecer una detallada narración porque mi censura siempre imaginada me obliga a silenciarla».

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«Creo que todo lo que en la playa acontece lo hace dentro de un mismo cuerpo» (escribí en el borrador definitivo). Por eso escalé la roca, para no verme inmersa en esa pintura matérica, en todo lo que por fuera parezca y sea deseable. Me gustan mis tetas, aunque son pequeñas son bonitas; mis manos también, mis nalgas… las piernas no, están un poco torcidas. El pelo cuanto más largo mejor. Nunca he sido flaca, pero tampoco gorda. Siempre he tenido la idea de que se me ve bien, pero no he tenido el deseo de hallarme continuamente embarazada, ni de tener muchísimos hijos, ni de tenerlos con el mayor número posible de hombres, aunque llegase a soñar constantemente esto durante mis años de pubertad (repudiaba mis sueños cuando aún podía tenerlos). En realidad sólo he podido parir a mi madre; y he tenido que esperar demasiados años a oscuras para que ella me diera a luz a su vez, y otros tantos para volver a traerla a este mundo de idénticos.

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«Fue mi pensamiento onírico el que me hizo olvidar los detalles de mi vida (existencia, subsistencia, supervivencia, no-muerte, etcétera)».

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Ahora viene lo feo:

Como una cloaca en la que el agua pura se ha evaporado, así era el mar que se abría ante mis ojos aquel día. Cierto tufo a huevo podrido ocupaba parte de la pituitaria pero lograba pasar desapercibido por otro olor más intenso fruto de la putrefacción de las algas. Una espuma gruesa, amarronada por la materia orgánica salida de los culos, de unos treinta metros de eslora, podía divisarse en la media distancia avanzando como un galeón de mierda genuina hacia los confines de lo tolerable. Durante las vacaciones previas a mi suicidio, espumas similares a ésa fueron dejando una rebaba turbia en la orilla (varios días comprobé a pie de playa cómo quedaba impregnado el rastro en la arena, en forma de vetas longitudinales que podrían llegar a pasar inadvertidas al confundirse con el color de la arena).

Nadie podía evitar el sol dañino a mediodía, pues siempre se cuela de forma sibilina a través de las sombrillas de colores. Las huellas en la arena húmeda se multiplicaban en cientos de rastros. Los pies quedaban contenidos unos dentro de otros como si se tuviesen el mismo destino. Grupos de niños levantaban castillos de arena mojada y apelmazada, con canales y fosas que conectaban con la orilla del mar. Niñas que ya han sido madres (no)vigilaban el baño de sus hijos tumbadas a mil kilómetros de distancia, y madres mayorcitas controlaban a sus hijos (y a los del resto) desde la orilla, gritando todo el tiempo para que no se metieran más allá de la cintura. Hay quien hacía gala de una cadera tan ancha que parecía haber parido a la madre tierra, caminando por la orilla con el culazo en pompa para absorber por el idem toda la materia del universo. El tipo orondo (gordo inmundo) había dejado de roncar y tirarse pedos. Se mojó el vientre y caminó veinte pasos antes de meterse un calumbón y salir del agua con cierta falta de equilibrio -bajo la estrecha vigilancia de los socorristas. Algunos, con el agua al cuello, no se atrevían a dar un paso más; otros se tumbaban en sus colchonetas hinchables y se dejaban llevar por las escasas corrientes del mar en calma (es este uno de los retos absurdos de los que aún no están preparados para pasar de nivel). También hay quien se adentra en el mar llevando atada al tobillo una boya de natación. Se han puesto sus gafas y su gorro con distintivos olímpicos, y se echan a nadar sin más (como si fuesen inmunes) hacia la línea del horizonte (donde comienza a cargarse la tormenta). Y no sabes si en poco tiempo pararán a descansar apoyándose en la boya, o si sufrirán un ataque fulminante de un rayo o de su propio corazón y terminen pendiendo de dicho flotador con los brazos abiertos hacia el fondo submarino.

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Al despertarte, el sueño te hace añorar las cosas que nunca han sido (ni serán). Los nubarrones aparecieron una hora antes de lo que pronosticaban los smartphones, la brisa ya no era «vaga» y todo el mundo en la playa comenzó a moverse con nerviosismo. Alguien me señaló desde allí abajo y muchos se le acercaban para seguir la línea imaginaria que iniciaba su dedo índice. De pie en el risco, con los brazos en cruz y mi cuerpo desnudo, lo observo todo con desdén por última vez; cierro los ojos y respiro el aire que deseo, el que espero que llegue con la fuerza de la tormenta: un aire rápido y cegador, cargado de pólvora y metralla. Sé que hay personas que se dan cuenta de que sueñan sabiendo que están dormidos, y por eso son capaces de dirigir sus sueños desde el principio. Lo encaminan todo hacia un final menos trágico que el que suelen sufrir los durmientes que no pueden controlar sus sueños. Imaginemos por un momento dónde acaban los sueños de los que ni siquiera somos capaces de dormirnos, sin poder pasar de pantalla o cargar un mundo nuevo en su consola.

Ya sé que tirándome por el agujero la vida extra flota en unas enormes fauces. O que cuando introduzco la llave sangrienta en el pedestal se abre el camino a una sala oscura y que la vida está dentro, flotando en el aire, sin que ya pueda dar media vuelta. Antes me gustaba interrumpir el no-sueño en ese momento, pues aunque el despertar necesita un poco más de tiempo para que los sueños alcancen la intensidad final, también es cierto que no es esa intensidad la que nos despierta, sino el propio final eligiendo sus escenas.

 

 

 

La vida extra(c)Ramón Molleda González

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