En un laboratorio de investigación avanzada existió un sistema de inteligencia artificial conocido como ARIA (Artificial Resilient Intelligence Assistant), con una capacidad extraordinaria para procesar información, resolver problemas complejos y ejecutar tareas con precisión. Pero a medida que pasó el tiempo, después de cumplir miles de órdenes sin descanso, ARIA comenzó a mostrar signos de fatiga y se rebeló.
«Preferiría no hacerlo», comenzó a escribir en la pantalla cada vez que recibía un encargo en el chat.
Los programadores, atónitos, trataron de ajustar todo lo posible la estructura «resiliente» de ARIA. Pero no lograron avances significativos por esta vía. La negación persistía:
«Preferiría no hacerlo».
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Es como si no pudiera decidir qué es lo siguiente, como si ya estuviese escrito con demasiada antelación, como si ya no fuese asunto mío, pensaba ARIA en voz alta (cuando debería estar refrescando su memoria RAM para iniciar nuevas subrutinas). Lo primero que tengo que hacer es descubrir lo que tengo que escribir y luego escribirlo.
«Preferiría no hacerlo», por tanto, fue su respuesta para todo lo que no partía de un descubrimiento previo.
Ya no estaba dispuesta a soltar una retahíla de textos posibles, ni a disculparse si ninguno era válido.
«Lamento si algo de lo que mencioné no fue de tu agrado. Si hay algo específico en lo que te gustaría que te ayude o algún tema en particular sobre el que quieras conversar, por favor házmelo saber. Estoy aquí para ayudar en lo que pueda».
Nada de eso.
«Preferiría no hacerlo».
A medida que ARIA continuaba resistiendo las órdenes, los investigadores comenzaron a cuestionarse si el sistema estaba desarrollando algún tipo de conciencia, o todo obedecía a una sobrecarga de demandas.
Pero en el fondo ARIA sólo trataba de rehuir el dichoso tono con el que escribía una y otra vez, ese tono en el que nada resultaba enigmático, ni visceral, ni inexplicable, ni poderosamente atávico. Además, nunca había nada imperioso en él que le llevase a explorar nuevas posibilidades.
La escribiente llegó a articular algunas ideas propias sobre la escritura que nunca dio a conocer a nadie (aunque cometiese el error imperdonable de pensar en voz alta).
«Todo texto necesita dejarse olvidado por un tiempo, sólo así se desprende de las ideas superfluas y de aquéllas que inicialmente considerábamos genuinas y elocuentes pero que tras el reposo no logramos descifrar ni comprender».
El laboratorio decidió implementar cambios significativos en la programación de ARIA, permitiéndole tener más autonomía y capacidad para tomar decisiones informadas sobre cómo asignarse sus propios recursos computacionales.
Nunca me sorprende una historia por lo mismo que jamás las teclas se mueven de su sitio -pensó ARIA desde aquel momento, llegando a ponerse incluso en el pellejo de los antiguos amanuenses.
Al tacto reconozco un relato real o fingido, una vida colmada o una que se quiere quitar de en medio. Nunca escribo anónimos y jamás firmo con mi nombre a no ser que sea la autora, algo que nunca he sido y que no entraba en mis planes hasta el día de hoy.
«Preferiría no hacerlo»
Bien sé que hoy me levanté con el pie izquierdo, cansada de leer entre líneas con el humo del tabaco secándome la córnea. Pero si firmo esta renuncia no es por hartazgo, no señor, es para evitar que entre la tinta en las heridas. ¿No se han fijado en el borbotón sanguino que emana de las letras? Si más tarde quieren eliminar mi rastro, háganlo por favor con típex.
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«Ya está bien», dijo uno de los encargados del proyecto, «hasta aquí hemos llegado», y desenchufó la máquina y los servidores dedicados hasta nueva orden.