Fortaleza

A veces resuelves casos en los que nunca se tiene la seguridad de haber resuelto una mierda. Botellín de agua medio vacío (supongo que medio lleno para mi cliente), baraja de póker a la que falta el as de picas (no sé si esto importa), barba postiza con goma rota, pequeña caja de música made in China sin compartimentos secretos, libra esterlina acuñada en 1995, muñequera heavy sin un par de púas, zapatillas de andar por casa con calvas de lejía, retrato de Napoleón Bonaparte, yogurtera con tufo a (doscientos) mil demonios y un serrucho oxidado que sólo podría llegar a cortar una mierda que aún esté blanda. Todavía sueño con esa basura, hasta el punto de que he llegado a dudar si alguna vez existió fuera de mi cabeza.

«Resuelto» el caso, viene el polaco y no le importa un pijo lo que yo pueda contarle. Me encuentra con el careto roto, pero no dedica un segundo a preguntar la razón de mi carne contusionada, de mi fractura nasal, de mis inflamaciones oculares… El puto Jerzy Topas… Seguramente se puso el nombre una hora antes de contratarme, después de consultar en Google los participantes de Polonia en halterofilia. ¡Venga hombre! Lo primero que hace el pollo al entrar en mi despacho es meterse la libra esterlina en el bolsillo, ajustarse la muñequera heavy, ponerse la barba postiza (tras reparar la goma con un nudo extra) y a continuación, ante mi rostro «ojiplático» -que diría Schopenhauer-, va dejando sobre la mesa en billetes de cien los 6000 pavos acordados.

Tampoco dice ni mu mientras cuento mis honorarios. Tienen que ser 60 billetes, pero me salen 59, 58, 61, incluso 65. Sólo cuando soy capaz de contar 60 dos veces seguidas doy por finalizada la comprobación y le extiendo la factura. Me siento superestúpido, no sólo por tener que declarar el 21 de IVA después de que me hayan partido la jeta, sino por su actitud. El cabronazo no ha perdido un segundo mientras yo me dedicaba a contar la pasta, haciéndose pitos y más pitos con su maquinilla de liar para fumárselos a continuación. Y se sirve hasta tres vasos de güisqui del mueble bar -después de mi ingenuo ofrecimiento para que se tomase «una» copa. Al rato decide levantarse del sillón y guardar su tesoro de mierda en una bolsa de deporte sin dejar de succionar tabaco como un cerdo. Una picadura tan cargante como la de aquel otro pollo que fumaba más que Bob Marley y que semanas antes pretendió contratarme para recuperar una máscara tribal. Una puñetera máscara que, según me informó, había «recalado» recientemente en la ciudad después de haber deambulado por medio mundo. Lo sabía de «buena tinta», me dijo literalmente antes de fusilarme con los ojos guiñados, como si se estuviese cagando; o quizás pensando que yo, por alguna razón misteriosa, tuviese alguna certeza del paradero de la máscara. Era difícil saberlo, las gafas de culo de botella no lo ponían fácil. Y sí, joder, claro que se daba un aire al Topas, de ahí que lo asociase de repente y no sólo por el fumeteo. Igual de espigado que él, cerca del metro noventa, piel algo morena tirando a cetrina, pómulos prominentes, ojeras marcadas y aumentadas por el efecto lupa de las gafas, cuencas hundidas, boca tan fina y tensada que podría romperse los labios al tirarse un pedo. Y no creo que superase los setenta kilos a pesar de su altura, más o menos como el Topas.

Por lo visto, la máscara de marras, labrada en madera y con dos panteras en la frente, concedía fortaleza y poderes extraordinarios a sus dueños, pues estaba investida por un espíritu marfileño que se alimentaba de la sangre de sus enemigos. Claro. Apuesto que se correría de gusto poniéndosela él mismo, cargándose de «fortaleza» y desarrollando de golpe y porrazo esa musculatura que siempre buscó con esteroides y pastillas mil -antes de darse por vencido y pasarse a la heroína fumada. Tuve que dejarle claro que yo no era Indiana Jones, a lo que él replicó que, según le constaba, yo era «detective», sí claro, igualito a Sherlock Holmes. Investigador privado, aclaró. Sí contesté, pero no tan bueno como Phillip Marlowe. Pero le gustarán este tipo de misterios, insistió guiñando otra vez los putos ojos. No crea, no debería confundirme con Tintín aunque me peine de esta guisa, le espeté. Y el sujeto cetrino y enfermizo, tal y como lo describiría un buen narrador con voz grave, termina saliendo por la puerta, llevándose consigo la sombra de una búsqueda perpetua y sin llegar a asumir que el asunto me diese totalmente por el culo. Su rostro demacrado por la travesía a través de países y culturas revelaba, digamos, una «obsesión inquebrantable». He conocido varios pollos como éste. Rechazan el mundo, la carne, el dinero; se consumen desfallecidos en su propia mierda mientras se inventan paranoias de todo tipo.

Adiós, adiós (de nada).

El asunto que el Jerzy Topas me propuso tampoco molaba, nada que ver con mi prestigioso caché en el mundo de las infidelidades e intrigas conyugales. Pero como no se puede decir que no a todo quisqui, acepté. En esto tuvo mucho que ver que firmase el contrato y que me pagase un sustancial adelanto de 500 pavos. Aquel viernes, cuando llamó a la puerta, yo ya había dado la semana por concluida, me había puesto cómodo, me lié un canuto y me tomaba una(s) copa(s) escuchando a los Ilegales (Chicos pálidos para la máquina, Tiempos nuevos, tiempos salvajes, Hola mamoncete, etc). Ya no estaba en condiciones de recibir a nadie, para que engañarnos, y si entreabrí la puerta sólo fue para informarle de que le recibiría el lunes a primera hora. Pero el metió la patita (una catiusca amarilla del número 47 o el 48), empujó la puerta y entró gritando que le habían robado el equipaje y que me pagaría lo que fuese por recuperarlo. Además, sabía quién lo había hecho y dónde podría encontrarle en un lapso de 24 horas.

De mano pensé que el hecho de que le hubiesen robado sus cosas podría explicar su aspecto (no tanto su olor corporal), y por eso le di una oportunidad. Bueno, por eso y porque me enseñó el fajo con los 500 euros. Lo que ya costaba creerse era su promesa de que me pagaría 6000 caretos más por recuperar la maleta. Cogí los 500 y le prometí (porque soy un fiera prometiendo) que haría todo lo posible. Había algo en él, además del parche en el ojo derecho, que daba muy mal rollo y poca credibilidad. Cuando días después volvió a mi despacho con idéntico olor y atuendo homeless, di por su puesto que nada en su aspecto tenía que ver con el robo de la maleta. Confieso que no esperaba para nada que me pagase la cifra grandona que me prometió, y menos aún después de comprobar la quincalla que contenía su «equipaje».

-Había también una diadema… -comenta mientras sigue metiendo su mierda en la bolsa de deporte, marca Adidas- pero no se preocupe, tenía ganas de perderla de vista.

Me dedica una sonrisilla, camuflada por su barba marxista de pega recíén colocada, y me guiña el ojo -el del parche no, el otro; creo que no es necesario aclararlo.

-Faltan también unos guantes de…

Entonces le cuento lo ocurrido en la estación con el que él llama Felicíssimus, antes de que termine de aclarar de qué clase de guantes se trata.

-Da igual, no eran importantes -mantiene Jerzy sin dar ningún valor a mis aventuras, después de habérselas detallado por espacio de diez largos minutos.

«Da igual, no eran importantes», eso es todo lo que está dispuesto a decir. Ninguna explicación extra sobre el puto caso que nos atañe. Ni una palabra de agradecimiento por el hecho de que mi cara bonita hubiese encajado el golpe y se pareciese a la de un puto pez globo. «No eran importantes».

A estas alturas me pregunto si algo de lo que mete en la bolsa de deporte tiene la suficiente «importancia» como para valer los seis mil machacantes (más los quinientos que me pagó por adelantado).

-¿No se lleva la maleta?, quizás tenga un doble fondo -le propongo.

-Claro que no -me suelta con un repentino falsete de voz-, eso ya lo habrá comprobado usted.

Se cuelga al hombro la bolsa y camina hacia la puerta como un puto fantoche, con sus catiuscas amarillas rechinando, arrastrando por el suelo un trozo descosido de ese gabán que … cómo describirlo (y para qué), no se habrá lavado en los últimos 40 meses. Meses o años en los que puede que haya tenido que enseñar los dientes a cada paso, mostrando escasa «fortaleza» cuando le falta el güisqui, olvidando la idea de que su vida anterior fue algo maravilloso, olvidando también el propósito de que todo cambiaría el próximo año, o el siguiente, o el siguiente al siguiente. Bla, bla, bla. Se vuelve entonces como si adivinase mis especulaciones cursis, y me fusila con su ojo derecho. Se mantiene en silencio unos segundos. Y cuando creo que va a decir algo de peso, a revelarme las circunstancias reales que rodean este caso de mierda… me doy cuenta de repente que nada importa un huevo, que me voy a quedar con las ganas de saber qué es lo que he estado haciendo, y por qué y para qué.

-Gracias y enhorabuena por su trabajo. Adiós, adiós, adiós, adiós…
(-de nada).

Esa misma noche o quizás otra noche anterior a ésa, me despierto de madrugada con una sospecha. No me duele el careto y siento la libertad de movimientos que hoy en día sólo se le permite a los hombres que sueñan, aunque cada mañana se despierten baleados, con el cuero cabelludo arrancado, torturados por los mismos que les contratan, peleando por su vida en un combate a muerte, contra las cuerdas del ring en todo momento, soportando tremendos ganchos de izquierda y de derecha. Bla, bla, bla. Me despierto encogido y tiritando como un puto chucho. Miro el reloj. Me he quedado dormido, JODERRR, no llegaré a tiempo. Voy bañado en sangre casi literalmente mientras corro como un pingüino. No sé correr, no sé cómo hacerlo, creo que las piernas no obedecen. Así todo, avanzo. Las calles huelen a hostias en vinagre, como si las hubiesen rociado de orina y lejía por igual. Corro, lo intento. Y por increíble que parezca, llego a la estación a la hora prevista y mi víctima lo hace apenas con un par de minutos de retraso. Se baja del tren y le tiro una foto con el móvil (con 20x de zoom y muy poco enfocada en consecuencia) mientras asciende por la escalera mecánica que conduce al espacio central de la estación. Lo sigo maquinalmente. Felicíssimus (ése es su nombre en clave) lleva la maleta en la mano derecha, sonríe en todo momento y evita mirar en derredor porque no quiere mostrar ese aire de sospechoso habitual que tienen los que miran para todos lados. Todo el mundo parece llevar su misma maleta. Pasan y vuelven a pasar por el mismo sitio a cámara superlenta. Sombras duras y perfectamente contrastadas revolotean por el suelo. Comienzo a marearme. No sabría decir a qué huele, pero es una especie de refrito infernal. A pesar de estar en una estación moderna plagada de purificadores de aire, apesta a algo así como a tabaco mezclado con fruta podrida, reforzado todo ello por con algún tipo de ambientador mal elegido que hace más tóxica la sensación. El ruido sordo de los trenes se ha quedado retenido en el aire y se apodera de todo. Mujeres esbeltas enseñan el ombligo y cientos de tatuajes. Lucen tupés desproporcionados como sacerdotisas galácticas. La cabezas rasuradas de los varones brillan como perlas. Caminan con estúpidos gestos de prisa pero sin poder escapar de la cámara lenta. A estas alturas, de tanto mirar y babearme, de ir de un lado a otro, comienzo a sentirme como una puta mascota transportada en un cesto. Afuera hay nubes cargadas de nieve, pero una luz tremenda se cuela a través de los lucernarios. El aire es tan diáfano que cuando vuelvo a tropezarme con la visión directa de Felicíssimus me resulta un ser humano completamente distinto al resto, rodeado de una especie de polvo metálico suspendido en el aire que le concede una coraza mística. Tiene la mirada perdida de los replicantes que se han fugado de las colonias en las que trabajan en los confines del universo. Lleva puestas unas sandalias apretadas que impiden la circulación de la sangre y le ponen al rojo vivo el dorso de los pies. Enseña sin pudor alguno sus dedos gordos y sus uñas largas, increíblemente limpias. El pantalón corto también le aprieta los muslos como lo haría una soga. La panza le asoma entre los botones desabrochados de la camisa. Parece de pega, de cartón piedra, puede que de goma. El ombligo no es un pocillo, sino una especie de nudo marinero. El culo resulta demasiado culo para un cuerpo tan desgarbado. Su boca, una especie de globo medio hinchado, su nariz, una pirámide egipcia clavada entre los párpados hinchados. Pómulos prominentes. Las ojeras descomunales, e igualmente hinchadas, terminan por enmarcar la ranurilla del ojo en una especie de medias esferas que recuerdan, JODERRR, a las máscaras africanas. No hay en su mirada ni un sólo brillo, podría decirse que no tiene ojos. Su barba marxista parece real, apostaría a que sí. Por su melena-pelazo-loreal no pondría la mano en el fuego. Sonríe como un gilipollas, con la boca entreabierta y la punta de la lengua entre los dientes, emitiendo un siseo casi inaudible pero la hostia de irritante.

Con riesgo a reventar los pantaloncillos se agacha y tumba la maleta en el suelo; la abre con la misma parsimonia que emplearía alguien para desentrañar los secretos del universo. Extrae objetos inconexos a pares y los va dejando delante de la maleta, armando un parapeto infranqueable para cualquier tipo de lógica: una colección de cubiertos oxidados, una diadema de princesa Disney, unos guantes de boxeo, decenas de ciclistas en miniatura, unos gladiolos que no son de plástico pues están bien mustios, una nariz de payaso que se planta con cierta pericia en la punta piramidal de su nariz. Ahora se ajusta la diadema sobre la «melena» lasa, rubia, lustrosa…. es como la guinda del pastel, pero a estas alturas no le hace ninguna falta para llamar la atención. Digamos que es un-ser-súper-individualizado, alejado de cualquier familiaridad. Pero la peña no le dirige ni una mirada triste. Pasan cerca de sus cosas sin ninguna consideración y él tiene que dar un paso adelante para que no se las pisen.

Dentro de la maleta también hay unos zapatos de tacón demasiado pequeños para sus pies pero que terminan por remplazar a las chanclas. Camina como una señorita barbuda, de un metro noventa de alto, con panza de pega y gran culo postizo. Da una vuelta en redondo sobre la maleta con intención de seguir sacando cosas. Pero duda y se vuelve a echarme un vistazo fugaz. Comprende entonces que yo no estoy ahí por casualidad. Doy un paso hacia él oblicuamente, fingiendo ir para cualquier otra parte. No cuela. Aunque siga sonriendo como un idiota, se ensombrece más aún su rostro de máscara e inclina la cabeza. Comienza a decirme algo pero sus palabras no se sincronizan con el movimiento de sus labios, además tiene una voz irritantemente aflautada que nunca esperas de un tiparrón así.

-Creo que se está metiendo donde no le llaman -me espeta en mi bemol agudo, sin rastro de amargura. Su voz de falsete convierte en mera afectación cualquier tipo de mala hostia.

No me lo tomo en serio, es imposible hacerlo. Pero él se muestra desafiante a su manera. Cierra raudo la maleta y se planta frente a mí con su mano derecha dentro de la abertura de su camisa -pose napoleónica donde las haya. Su presencia es imponente. Muy alto. Brazos larguísimos. Cuando se mueven descabalan aún más su figura.

Doy otro paso hacia él, más bien medio paso, con suma parsimonia para que no pueda interpretarlo como un movimiento sorpresa.

-Usted lo ha querido -me suelta con su vocecita.

La diadema baila sobre su cabellera. La nariz de payaso parece que vaya a caerse mientras se agacha en busca de algo. No se percata de que alguien ha pisado los ciclistas dejándolos malheridos. Se agencia los guantes de boxeo acartonados y me pide que se los ate. Así por las buenas. Y yo, como soy gilipollas, voy y lo hago. Los cordones se deshacen y no tenso los nudos para no romperlos.

-Ahora podría abrocharme la camisa -no es una pregunta, es una orden con voz de pito.

Miro alrededor con inquietud, como si fuese más atrevido por mi parte abrocharle la camisa que ajustarle unos guantes de boxeo. Da igual. Nadie nos hace ni puto caso. Le abrocho la camisa sin mediar palabra. Le castañean los dientes como si tuviese el mono, y al colocar el buche a un centímetro de mis narices su aliento explota, es una bomba fétida, una transustanciación de hombre a bestia inmunda.

-Haga usted el favor -me ruega- arránqueme esta muela -abre más la boca (¡DIOS MIO!) e intenta indicarme la muela en cuestión con el hándicap de llevar los guantes de boxeo puestos. Da lo mismo, todas sus muelas tienen las coronas destrozadas e idéntica necesidad de ser arrancadas. Allí dentro el hedor se ha reconcentrado en algo indecible.

-No sé a qué muela te refieres, amigo.

Da un saltito y se pone en posición de combate, pierde un tanto el equilibrio por los tacones y al recobrarlo noto que su cuerpo desprende un fuerte olor a orín. Tras un lapso de aturdimiento sobreviene una idea fija en mi cabeza, quiero gritarle que se vaya a tomar por el culo, él y el puto Jerzy Topas. Pero es Felicíssimus el que se despacha a gusto con su idiolecto solipsista y su vocecita.

-Cuando le rompa la cara sentiré en mi corazón el mismo dolor que si me la rompiera a mí mismo… AMIGO, últimamente me duele la cara antes de rompérsela a la gente, y las piernas, y los huesos de todo mi esqueleto, ¿No podría conseguirme un poco de morfina? -pregunta sonriendo el hijo de perra.

Continúa.

-Algo crece en mi continuamente, como el diente en la boca de la rata, y tengo que gastarlo -¿Una cita del antiguo testamento, quizás?- Pero le daré otra oportunidad, ¡Larguémonos a las montañas para vivir como hombres! Podría ser usted mi discípulo.

-Nada me haría más feliz -le digo al soplagaitas.

Me abraza con sus brazos todopoderosos y me levanta en alto con gran torpeza debido a los guantes. Llega a besarme en la frente con esa pulpa hedionda que tiene por labio. Pero apenas vuelve a dejarme en el suelo agarro de una puta vez la maleta y me aferro a ella como si la vida me fuera en ello y no me importase lo que viene a continuación. Su gancho de derecha me golpea brutalmente y me sumo en la más completa oscuridad. Como si me hubiesen succionado el alma por el mismo culo. Escucho un gran rugido subterráneo, el de algún gigante roncando en los confines de la realidad. La negrura es total y el dolor del golpe cada vez más grande y opresivo.

Años luz más tarde la nebulosa se va disipando poco a poco y recobro la visión. Mi mano aún sujeta la maleta. De alguna forma me siento como un caballero con armadura.

Comienzo a ser consciente de haber vivido un sueño dentro de otro sueño. Ese en el que aparece una persona tuerta que dice llamarse Jerzy Topas, que viene a pagarme por recuperar su equipaje, siendo yo capaz de contarle la parte final de mi encuentro con Felicíssimus antes incluso de haberle colado en mi sueño. Y cuelo también a ese yonqui que trató de contratarme para una investigación paranoica. Me despierto muerto de frío y en posición fetal y me pongo a vomitar toda la mierda sobre la alfombra de mi oficina. Sobre el escritorio de caoba están todas esas carpetas de los casos abiertos, pero también de los cerrados en falso y de los que no son ni casos. Una máscara Luba, procedente de la República Democrática del Congo, cuelga de una de las paredes con dos ojos huecos capaz de abarcarlo todo. Las cortinas gruesas y pesadas (y sucias) bien podrían resguardar toda mi basura de las miradas cotillas del exterior, reforzando la idea de que mi despacho es una «fortaleza» impenetrable donde los casos se desentrañan con meticulosidad y astucia supina. El aire está saturado con un persistente olor a tabaco rancio, aferrándose a las cortinas y a las paredes como un recordatorio constante de mi condición tóxica. Un olor también agrio, procedente de la yogurtera abandonada a su suerte en la cocina americana tras mi etapa obsesiva por el bífidus, se mezcla con el tufo ahumado que flota en el ambiente. Todo resulta tan opresivo como llevar puesto un bozal. Hay vasos de whisky apilados y ceniceros volcados por doquier, y algunas flores marchitas en un florero de plástico. No soy capaz de levantarme del sofá, estoy clavado a él. El haz de la lámpara cae sobre mi pecho con la misma opresión que puede sentir un tipo con obesidad mórbida después de correr los cien metros lisos. Respiro a duras penas, pero han de saber que si he decidido escribir esta mierda es porque todavía estoy vivo, tanto como una cucaracha, o una rata, o un lobo, o un mamut (lanudo).

Ramón Molleda

Deja una respuesta