Hay una especie de contagio de lo invisible sobre las cosas visibles que nos rodean, y por eso somos capaces de sobrevivir con pequeñas dosis de aire y sol cuando todo está desolado a nuestro alrededor. Hemos llegado a habitar la realidad más extrema(damente sencilla) que pueda concebirse, (mal)gastando la atención en pequeñas ocurrencias (in)evitables y acumulando grasa para enfrentar las condiciones más adversas. Siempre mantenemos constante el desplazamiento aunque a veces sufrimos desordenadas y dolorosas manifestaciones motoras. La (no)vida también se asemeja a un dolor; esa posibilidad que sabemos seguro que se realizará pero que nunca experimentamos. Quizás por esta razón nuestro primer deseo surgiera de una alucinación, y nos hayamos acostumbrando a estas invenciones de la mente que sólo pretenden evitar la acumulación de estímulos. Al final ha llegado la computación, que puede llegar a liberarse de las excitaciones -incluso de la mente misma- y que no necesita medio físico para propagarse.
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El universo es tan antiguo que resulta infinitamente más poderoso que cualquier computadora humana multiplicada por millones y trillones, así que nunca podremos calcular si las condiciones extremas (a las que nos hemos ido habituando) nos proporcionan la experiencia necesaria para seguir con vida y ser inmortales o, si por el contrario, será el azar el que lo borre todo del mapa porque se haya autorreplicado tal cantidad de veces que no podamos hacerle frente.